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Gaby Vargas

Esto no está tan mal

Ese despertar con música de guitarras afuera de mi ventana, era algo que no había vuelto a vivir desde que, en mi adolescencia, Pablo me llevaba serenata.

Eran apenas las 10:45 de la noche y ya soñaba profundamente. Entre sueños, confundida, escuché el trío. ¿Es para mí? Nooo. ¡Sí! Sentí una emoción, de ésas que no sabes si darles salida a través del llanto o de la risa.

Abrí la cortina y en la oscuridad, frente al trío de voces y guitarras, a penas alcancé a distinguir a tres pequeñas figuras enchamarradas; cada una con un ramo de rosas en los brazos más grande que ellas mismas: eran mis nietos, hijas y mi esposo. Congelo ese momento en mi memoria para atesorarlo por siempre. Era mi cumpleaños.

Al cabo de algunas canciones, la familia se despidió. Con el corazón pleno de agradecimiento, regresé a mi cama, miré al techo y con una sonrisa en la boca, esperé a que el sueño llegara.

Mientras, pensé en aquello que Paola, mi hija, suele comentar. Ella dice que entre las mamás experimentadas, existe un hermetismo acerca de lo que les espera a las futuras madres. Que cuando anuncias tu embarazo, nadie te advierte sobre todas las peripecias, sacrificios y dificultades que te esperan, y que con sorpresa, las descubres poco a poco por ti misma. "Porque estoy segura de que si te lo dijeran, no habría hijos en el mundo", comenta medio en broma. Pues todo esto viene a mi mente y lo comparo con esta etapa de mi vida, en la que tengo más años de los que me faltan por recorrer, y sucede lo mismo, sólo que a la inversa. Me explico.

Llegar a la vejez, en este mundo hipermoderno y tecnificado se considera un pecado. Por todos los medios, constantemente se nos recuerda que es algo indeseable; se percibe como una etapa de deterioro, achaques, arrugas, disminución de la energía y calamidades de las cuales nadie quiere saber.

Sin embargo, en este aspecto también hay una secrecía. Los que hemos llegado ya a esta etapa de la vejez -que por cierto se considera empieza a partir de los ¡55 años!- no promocionamos, hablamos o le damos importancia a las maravillas que este momento de la vida te regala.

Desde el momento en que pisamos el terreno de la real madurez, poco a poco y con grata sorpresa, descubrimos en nuestro interior cajones llenos de regalos que nunca imaginamos.

Los regalos

Pegarnos un libro a la nariz, impide que podamos leer sus páginas, así vivimos mientras somos jóvenes. Hace falta la perspectiva, alejarse un poco, para que, a manera de observadores, apreciemos el valor de la existencia y lo generosa que es.

El primer gran regalo en la etapa de la madurez es que a través de diferentes experiencias, como ser abuelo o abuela -que es mi caso-, logremos alejar el libro de la cara y podamos percibir las cosas mucho más claramente. Con esto eliminamos la paja de nuestra escala de valores y decidimos quedarnos sólo con lo importante.

De la misma manera, somos más fieles a nosotros mismos; la vida se vuelve más sencilla, menos complicada. Comprobamos y vivimos lo que Borges nos advierte: "No pasa un día en que no estemos al menos un instante en el paraíso". Los ojos comienzan a apreciar cosas que antes, simplemente no existían y son la estética del mundo. Valoramos más respirar, la naturaleza, el tiempo y la salud.

Recuperamos el valor de los amigos. Aprendemos a darnos un lugar en nuestra propia cotidianidad. Adquirimos el valor de decir "no" a lo que no nutre la vida y nos importa menos quedar bien o el qué dirán.

Sobre todo, nos damos cuenta de que el corazón se expande y nos descubrimos diciendo: "Esto no está tan mal. Es mucho mejor de lo que me esperaba…".

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