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Gaby Vargas

Las lecciones de Joaquín

Para no preocuparla, nunca le dijo a su mujer que iría a operarse las anginas. Joaquín Vargas -mi abuelo- murió inesperadamente en la plancha del quirófano en 1926, por una complicación debida al cloroformo. Dejó a dos hijos pequeños, una niña de dos años y un bebé recién nacido: mi padre.

Al poco tiempo, a mi abuela oriunda de Linares, Nuevo León, se le acabó el dinero y tuvo que rentar los cuartos de la casa a estudiantes de su pueblo que iban a estudiar a la Ciudad de México. A Joaquín niño lo mandaron a dormir al cuarto de servicio.

Un día Joaquín entró a la cocina y encontró una escena que se le quedó grabada para siempre: su mamá lloraba desconsoladamente por no tener nada para desayunar ni dinero para comprar comida. Joaquín se sintió horriblemente impotente. No recordaba haberla visto así nunca, por lo que sacó su cachucha y la vendió en un camión por menos de lo que valía. Mi abuela siempre guardó ese tostón de plata -que se usaba en aquel entonces-- como un tesoro. Y mi papá obtuvo su primera lección: "El dinero es importante".

Mi padre, el más pequeño de los hijos, estudió en una escuela de gobierno, en la que puso su primer negocio, hacía bolsitas de chamóis que compraba al mayoreo a un chino, hasta que la dulcería de la escuela se quejó porque la competencia ponía su negocio en peligro. "Pero yo continuaba por la vía del contrabando a petición de mi clientela", escribió Joaquín en un librito que hizo para su familia.

Asimismo, mi abuela decidió vender comidas a domicilio, a lo que Joaquín ayudó. Tan pronto llegaba del colegio se colocaba tres portaviandas en cada brazo para repartirlas en patines. Otro anexo al negocio era ofrecer encerado y lustro de pisos de madera con una máquina casera Electrolux, trabajo que él también realizaba. "La época más pobre de mi vida fue la más feliz de mi niñez".

Joaquín siempre vistió de "gallos" que sus primos le heredaban. Recordaba con risa que un día, estando en una fiesta en casa de sus primos, vio llegar a la muchacha que le encantaba. Se quedó petrificado al recordar que el traje que llevaba puesto había sido del papá de ella. Fue tal su susto que salió volando de regreso a su casa.

A los 16 años entró al servicio militar, como él platica, por bocación, con "b", porque al menos ahí comía tres veces al día. Después de seis años de servicio, le dieron como compensación 3,900 pesos, mismos que dio como enganche para comprar un camión de volteo. Al poco tiempo aprendió otra lección: "Del negocio sobre ruedas, salte en cuanto puedas".

Terminada la Segunda Guerra Mundial no se conseguían herramientas de acero, ni siquiera las más elementales. Así que Joaquín decidió producir martillos, marros y bieldos que vendía a las ferreterías.

Un viernes 13, a un año de haber iniciado su taller, estaba sentado a unos diez metros de un obrero que cortaba una varilla de acero. Al golpe del marro, se desprendió una esquirla que le entró como balazo al ojo derecho y le destrozó la retina.

Durante su convalecencia, entendió lo frágil que es el cuerpo humano (otra lección) y cómo la vida puede cambiar por completo nuestro destino en un segundo. Después de llorar y despedir a sus trabajadores no quiso saber más de la "fábrica". "¿Por qué a mí?", se lamentaba sentado en las banquitas de la Plaza Río de Janeiro, en donde meditaba o platicaba con desconocidos.

Después de ocho meses, un buen día, sin explicación alguna, recapacitó y se dijo a sí mismo: "Sigues siendo Joaquín Vargas con un ojo o con dos; déjate de hacer tarugo y ponte a trabajar".

Esta vez he querido compartir un fragmento de historia de mi vida de mi padre, que para mí ha sido un ejemplo de actitud.

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