Con emoción y humildad, desde las bulliciosas y abarrotadas playas de Acapulco me deslizo a 2013. Con una vaga sensación de vértigo me estoy preguntando como aquella vieja canción de Rafael ¿qué pasará qué misterio traerá…? En cualquier caso, como propone Rainer María Rilke, "saludo al año que comienza lleno de cosas que nunca antes fueron", me dejo invadir por la música batida que emerge de cada uno de los ostentosos condominios "Palmeiras", mientras comparto la etílica alegría que impone la Noche Vieja; y en compañía de los amigos con quienes desde hace ya muchos años, sin atragantamientos por uvas y sin más aspaviento que un magnífico bacalao y un cariño pulido por el tiempo; despido con honroso funeral al año que termina. Una oración de gracias y pues ni modo, "Hágase Señor tu voluntad", ¿acaso serviría de algo que me opusiera?
En este 2013 que se anuncia con borrascas y nubarrones, desde el balcón de noveno piso que ocupan mis amigos, y con el asombro que siempre me producen las luces pirotécnicas, me entrego a la magia que ilumina la media noche acapulqueña, y como una cosa lleva a la otra, recupero mi infancia, aquellos años en que venir a Acapulco con papá al volante, era toda una proeza. Recorrer la sinuosa carretera a Cuernavaca, rodar hacia Taxco y ya por Chilpancingo, comer en el auto las tortas camineras de huevo y de frijoles que mamá había preparado en la casa. Siete u ocho horas de travesía por montes, peñascos, profundas barrancas y algunas ponchaduras que papá solucionaba malhumorado bajo el sol grosero de la carretera, eran el peaje que debíamos pagar antes de apersonarnos en el puerto para instalarnos en al pequeño pero funcional departamento que nos prestaba Tía Ona. ¡El mar!, ¡Ya vi el mar!, gritábamos felices desde las ventanillas del auto abiertas, con la misma emoción con que los marineros deben haber gritado ¡tierra a la vista! desde sus galeones.
Éramos niñas y estrenábamos el mundo. Aprendíamos a esquiar y comíamos hamburguesas en "Hungry Herman" y perritos calientes de "La Vaca Negra" que hace tanto tiempo desaparecieron. Por la noche los moscos nos comían a nosotros. Acapulco por entonces era íntimo y pequeño. Tranquilo.
Era el exclusivo Acapulco de María Bonita, del presidente Miguel Alemán y sus herederos que desde sus magnificas mansiones dictan todavía la vida social y pseudo-cultural del puerto. A mí, que venía de la linajuda ciudad donde cuarenta caballeros firmaron los Tratados de Córdoba que dieron inicio real a la Independencia de México; Acapulco me parecía feo de solemnidad.
Sin construcciones coloniales que le dieran estructura y ni siquiera un hermoso parque central como tienen las ciudades coloniales. Con un centro mal trazado y una iglesia pobretona, aunque eso sí, "tiene la bahía más hermosa del mundo" aseguraba papá. Pasados los años, magníficos hoteles construidos sobre la arena de las playas, taparon también la vista y contaminaron la Bahía. Se le hizo mala prensa, se le acusa de violento y peligroso, y sin embargo nada ha conseguido quitarle a este puerto su glamur.
En este diciembre la hotelería no se da abasto y antes de estacionarnos, los restauranteros se adelantan a informarnos cortésmente que nos larguemos a otro lugar porque ellos están llenos. Desde la populosa Caleta de los morenos, hasta la ostentosa Punta Diamante donde los güeros se broncean comprando chucherías en las sofisticadas boutiques del Shopping Village de "La Isla"; las playas no dan para más. En las palapas grupos de jóvenes con los magníficos cuerpos hechos en serie en clínicas y gimnasios, se entregan obsesivamente a sus teléfonos móviles en medio de la música que producen sus potentes aparatos. Beben cervezas, tequila, hacen mucho relajo y me están matando… de la envidia.
Entre la riqueza extrema y los pobres de siempre, que sirven, que atienden, que patrullan las calles con las armas prestas, que venden de todo porque la vocación comercial les viene desde que la Nao de China que en realidad venía de Filipinas con su carga de porcelanas, biombos de finas maderas, sedas, mantones de manila, chales, faldas, chalecos, ornamentos religiosos, filigranas esmaltadas, perlas y rubíes, aceite, canela y pimienta; concentraba en este puerto a mercaderes y contrabandistas de cualquier parte del mundo, quienes a pesar de hablar distintas lenguas, se entendían de maravilla en el idioma universal del oro que por cierto nunca quedó en manos de los lugareños quienes se limitaban a cargar y descargar la Nao.
Ya desde entonces palabras como corrupción, testaferros, contrabando, prestanombres; eran de uso corriente. Ahora en lugar de las henchidas velas del Galeón de Manila aparecen en el mar esos castillos flotantes que con dos o tres mil pasajeros a bordo, tocan Acapulco apenas unas horas y sólo nos dejan basura. ¡Perdón por el rollazo y feliz año!
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