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Construir el futuro propio reimaginando el pasado ajeno

Ciudad posible

ONÉSIMO FLORES

En los Estados Unidos, el siglo XX fue el siglo del automóvil. En relativamente pocas décadas, este invento transformó la vida de millones de personas. Sus ventajas sobre las alternativas eran evidentes. El automovilista podía recorrer mayores distancias que el peatón, con mucha mayor libertad y flexibilidad que el usuario de transporte urbano. Las ciudades se volcaron hacia afuera. Antes, en el mundo de a pie, la proximidad era indispensable para que las cosas funcionaran bien. El comerciante necesitaba estar cerca de sus clientes, y las familias valoraban mucho una residencia cercana a la estación del tranvía. El auto rompió con esas cadenas, y al hacerlo estableció una nueva escala. Entre más personas adoptaron el automóvil, más grande fue la urgencia por rediseñar la ciudad de acuerdo al nuevo paradigma. Los constructores y los gobernantes ampliaron las avenidas, contrajeron las banquetas, y ajustaron su arquitectura. La transformación fue de tal intensidad, que en algún punto del siglo pasado esta tecnología liberadora se transformó en una inevitable necesidad.

Es difícil identificar que vino primero, la motorización de la sociedad norteamericana, o la pérdida de densidad en sus ciudades. Sin embargo, ambos procesos se alimentaron mutuamente. Cada año, en promedio, fue necesario recorrer mayores distancias para satisfacer las mismas necesidades de la vida diaria. Durante los años cincuenta, cada automovilista norteamericano recorría en promedio 3,000 millas anuales viajando al trabajo, a la escuela y a hacer las compras. Para los primeros años del actual siglo, esta cifra se había incrementado a 10,000. Es decir, cada automovilista en el país vecino recorre anualmente una distancia equivalente a viajar ida y vuelta entre Key West, en la punta de la Florida, y Fairbanks, el último poblado accesible por carretera en el norte en Alaska. Pongamos esto en perspectiva con otro ejemplo: Barcelona cabe 28 veces adentro de Atlanta, a pesar de que ambas ciudades tienen una población similar.

La vida sin auto no es viable en un contexto así. Tanto Atlanta como Barcelona tienen extensos sistemas de metro (73 y 123 kms). Sin embargo, en Barcelona el 60% de la población vive a menos de 600 metros de una estación, mientras que Atlanta está tan desparramada que solo el 4% de la población tiene ese privilegio. Con esos números, es fácil explicar por qué nueve de cada diez viajes en Atlanta se hacen en automóvil, y por que Atlanta es ciudad líder en contaminación y congestión en el país vecino. Simplemente, sus habitantes no tienen alternativa al auto. Evidentemente, revertir esa tendencia en un caso tan extremo es prácticamente imposible. Existe un mínimo de densidad necesario para sostener financieramente un sistema de transporte urbano de aceptable calidad. En la medida en que la ciudad se extiende, las rutas de transporte público deben recorrer mayores distancias para recoger el mismo pasaje. A pesar de grandes inversiones (y grandes subsidios operativos) es imposible para una ciudad como Atlanta mantener rutas de transporte público largas con buenas frecuencias a una tarifa aceptable. ¿Y qué decir de caminar o moverse en bicicleta? Imposible.

Curiosamente, justo cuando el auto se revela como condena en ciudades como Atlanta, Estados Unidos parece haber alcanzado su "techo" automotriz. Los datos muestran que por primera vez desde la Gran Depresión de los treinta y desde la crisis energética de los setenta, los norteamericanos están contrayendo el número de kilómetros que manejan cada año. La contracción se mantiene desde 2004, y podría crecer. ¿Qué explica el cambio de trayectoria? Entre los sospechosos comunes está el precio de los combustibles, la recesión económica, las nuevas tecnologías, el envejecimiento de los "baby-boomers" y su sustitución por una generación que ve el auto más como una estorbosa necesidad que como un lujo emocionante. Los especialistas debaten intensamente las implicaciones. Saben que el precio del petróleo seguirá subiendo, que la población seguirá envejeciendo, que las nuevas tecnologías harán más atractivas y viables las alternativas al auto y que las nuevas generaciones demandan un estilo de vida más urbano y multimodal. Habrá que ver lo que pasa, pero quizá estamos en los albores de una nueva época, donde las ciudades más atractivas y competitivas serán las que puedan redensificar sus centros, reestablecer sus redes de transporte urbano, y encontrar nuevos usos para tantas autopistas y estacionamientos. Algunas ciudades, menos extendidas que Atlanta, podrán aprovechar la oportunidad.

El desarrollo tardío viene acompañado de oportunidades. Una de ellas es la posibilidad de construir el futuro propio aprendiendo del pasado ajeno. México vive todavía en el siglo del automóvil. De hecho, el índice de motorización (número de vehículos/1000 habitantes) en nuestro país es similar al de los Estados Unidos durante los años cuarenta. En otras palabras, nuestros alcaldes deberían preguntar: ¿Qué decisiones distintas habrían tomado los gobernantes de ciudades como Atlanta si pudiesen viajar en el tiempo y comenzar de nuevo?

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