Contra la violencia, libros
Una casa sin libros es una casa sin dignidad.
Edmundo de Amicis
Después de registrarnos y embarcar el equipaje; nos avisaron que el vuelo que debíamos abordar muy temprano tenía un retraso indefinido. Yo abriendo el libro que siempre me acompaña, esperé que el Querubín intentara conseguir lugares en otra línea aérea. Después de un rato volvió muy agitado: “Ya los conseguí pero mientras rescato el equipaje que documentamos en el otro vuelo, tú corre a la sala 68 porque ya están llamando a abordar”. Cerré mi libro y con los nuevos boletos en la mano me dirigí a la puerta 68. Al pasar por el stand de revistas que exhibía el último número del Hola me detuve con la intención de comprarlo, pero lo abrí y al comenzar a hojearlo me quedé en el mundo de ensueño donde los ricos también lloran pero lo hacen en sus yates de lujo, en sus magníficos palacios y vestidos con trajes de Dior. “¡¿Qué te pasa?! Te estoy buscando hace una hora, ya te llamaron por los altavoces... ¡ya se fue el avión!”, me gritó el Querubín desde el pasillo. Una vez más, por culpa de mis lecturas se me fue el avión. Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros, hay quienes no pueden imaginarlo sin agua. Yo soy incapaz de imaginarlo sin lecturas; y conste que no estoy hablando de perderme en la helada Rusia de Dostoievski o en el París de Victor Hugo; me pierdo igual en Tepito con don Regino Burrón.
Fui una niña solitaria y pronto aprendí a acompañarme con los monitos del periódico que recortaba y coleccionaba. Por entonces creía que había palabras mágicas como zim zalabimm o salacadula Chalchicomula bibi di babidi bu. Ahora estoy completamente convencida de que las hay tan poderosas que son capaces de convertir el pan y el vino en carne y sangre de Cristo.
Lo único mejor que las palabras son los libros que las contienen y las resguardan. Para El dolorido sentir, me permiten refugiarme en Bonifaz Nuño. Cuando traigo el alma emponzoñada me le pego a César Vallejo. Para desatar los prejuicios anudados recurro a Cortázar; y para mis dolores de muelas leo cuentos de Woody Allen.
Como todo adicto yo acumulo compulsivamente cualquier impreso que me salga al paso y como cualquier vulgar ladrón, espero que nadie me mire para deslizar en mi bolsa algún número atrasado de las revistas que ponen en los consultorios médicos. Si hay otra vida espero encontrarme con los libros que he leído, los que me han acompañado y enriquecido mi viaje por el tiempo. Me gustaría encontrarlos con las mismas cubiertas maltratadas por el uso y con las mismas notas al pie de página que son como guiños a mí misma. Quisiera encontrar también libros nuevos, insólitos donde aprender los rituales y las cortesías que me aseguren una convivencia risueña con mis vecinos del panteón.
Ante la amenaza de que muy pronto tendremos que leer en las pantallas, mi avidez por los libros impresos en papel se ha incrementado. ¿Cómo puede ser?, me pregunto, si en la milenaria historia de la humanidad, apenas en los últimos minutos la imprenta de Gutenberg hizo posible que reservados durante tanto tiempo a la clerecía y a las universidades, los libros llegaran finalmente a las manos de la gente del diario. Ahora resulta que antes de que acabemos de familiarizarnos con ellos van a desaparecer en favor del iPad. ¡Que Dios no permita que lo veamos!
Mientras eso no sucede, en memoria de Shakespeare y de Cervantes, quienes murieron ambos un 23 de abril de 1616, salgamos a la calle a obsequiar libros y rosas, ya que no encuentro hasta ahora nada mejor para anteponer a los violentos que nos amenazan; porque quizá nunca nadie puso en sus manos algún libro que iluminara sus infinitas posibilidades de ser de otra manera.
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