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Criminalizar y vandalizar

En tres patadas

DIEGO PETERSEN FARAH

Los activistas reclaman, con razón, que no se criminalice la protesta. Hay un discurso conservador y otro simplemente pragmático en contra de las marchas y protestas que irrumpen en la vida cotidiana de la ciudades o se manifiestan de manera incómoda. Seamos sinceros: si las protestas no incomodan, no violan reglamentos o disposiciones legales, como obstruir el tráfico, suspender labores, impedir el libre acceso a una oficina, etcétera, no tienen efecto. Un grupo que se manifiesta "civilizadamente" (un concepto por demás ideológico) se le tomará en cuenta ni habrá prisa por resolverle sus demandas y, más aún, las autoridades y los medios terminaran por invisibilizarlos.

La protesta nace de un conflicto no resuelto, de una injusticia o simplemente de visiones encontradas en las que las minorías o los más débiles no encuentran un cauce institucional para resolver sus demandas. El problema surge cuando la protesta se vuelve o bien un modus vivendi o bien una forma de desestabilizar políticamente. En el primer caso, el manifestante profesional, ya no es la causa lo que mueve sino un efecto que se busca; los manifestantes profesionales ponen sus conocimientos al servicio de una causa a la que ofrecen lograr ciertos resultados. En el segundo, el objeto de la marcha o plantón ya no es una demanda específica sino generar condiciones de inestabilidad en un sistema para obtener mejores condiciones de negociación.

Es muy complicado e inútil discutir la legitimidad de la protesta y eso es lo que lleva a criminalizarla con tanta facilidad. Hay protestas y causas con las que estamos más o menos de acuerdo y en función de ello las legitimizamos o condenamos. Pero tratar de distinguirlas resulta inútil. Es imposible establecer cuál protesta es legítima y cuál no sin caer en categorías morales.

Aceptando que todo manifestación viola de alguna manera alguna ley o reglamento (igual estorba el libre tránsito una marcha de maestros que una romería o manifestación religiosa en la calle) la pregunta es dónde ponemos el límite sin que éste se convierta en una tema ideológico. Uno de estos límites es la seguridad (no se puede permitir una protesta que ponga en riego la vida de nadie) y el otro es la vandalización. Si el Estado acepta como forma de generar atención de la opinión pública el atentado contra las cosas o las personas, la vandalización de propiedad privada o propiedad del Estado, está renunciando a uno de sus principios fundamentales que es la protección del patrimonio.

Los maestros de Guerrero tienen todo el derecho a protestar por lo que creen que es una ley que les afecta, y el resto de los mexicanos a exigirles la calidad de la educación que queremos; los alumnos inconformes de la UNAM tienen derecho a manifestarse, pero no a atentar contra lo que es de todos. Si se rompen los límites de la convivencia política y el Estado se convierte sólo en espectador, entonces no hay salida posible.

El límite de la criminalización es la vandalización.

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