Cuento de hadas
La vida se divide en dos, lo horrible y lo desdichado.
Woody Allen
Papi compraba los helados y los juguetes. Montaba a los niños sobre sus hombros para que miraran de cerca a las mariposas monarca y trepaba con ellos en los juegos de la feria de Chapultepec. Mami los llevaba al dentista, a las vacunas, y los inyectaba cuando estaban enfermos. Papi repartía los premios, mami los castigos. Mami asistía a las juntas de padres de familia y ponía la cara cuando había problemas en la escuela o sus hijos rompían de un balonazo el vidrio del vecino. Ella por las tardes se convertía en un implacable general de brigada encargado de amargar la vida de su pequeño batallón de cuatro chiquillos: “¡Hagan la tarea!, estudien, recojan su tiradero, es hora de bañarse”, se desgañitaba hasta conseguir que los niños obedecieran. “No hagan caso, mami está nerviosa”, justificaba papi, quien siempre amoroso y comprensivo arropaba a sus hijos alrededor de la tele.
Mami era la señora más fea del mundo cuando por las mañanas, despeinada y nerviosa, subía y bajaba por la casa para poner en marcha la vida. Despertaba niños, preparaba desayunos y loncheras mientras papi, perfumado y fresco como un botón de rosa, guapo él, tomaba su lugar en la mesa para hojear el periódico en espera de que mami le acercara en el orden establecido la fruta, el cereal y el café.
Pasaron los años y los niños crecieron pero papi no. La regresión y la dependencia que comenzó a desarrollar desde el día en que se casó, se han hecho más profundas. Sigue sucediendo que cuando se va a trabajar (porque él si trabaja) llama desde la oficina para preguntar si alguien (¿a cuál alguien se referirá, si sólo está mami?) ha visto su reloj o su cartera porque los olvidó quién sabe dónde. Claro que hay momentos peores como cuando él llama para decir: “Mami, olvidé un cheque importantísimo en el bolsillo de mi camisa, búscalo porque estoy mandando por él”. Y mami que apenas comienza a concentrarse en su trabajo, tiene que correr a la lavadora para rescatar el cheque que para entonces ya es un sope. El problema es que ella carga con la culpa todo el santo día y la mala conciencia le impide concentrarse en su trabajo.
Luminoso candil de la calle, papi presta de buena gana cualquier cosa que le pidan: dinero, la podadora, la llanta de refacción del coche de mami o el taladro, y no vuelve a acordarse hasta el día en que lo necesita. “¿Cómo que no lo han devuelto?”, pregunta entonces muy enojado y es mami quien pone la cara de palo para recuperar lo prestado, aunque eso sí, él dicta junto al teléfono: “Diles esto ¡&%#!, y esto %”.
“Él es un encanto, amable, generoso y siempre dispuesto a ayudar; la que es una arpía, egoísta y metiche es ella”, opinan familia y amigos con toda razón. Mami es la mala de la película porque ese es el papel que le asignó su amoroso Querubín y que ella asumió como se asume con el tiempo una mancha en la alfombra o una puerta que rechina. Lo asumió y ahora lo desempeña con tanta destreza que cualquier día le dan un Óscar. Lo asumió porque su madre la educó para que la vida fuera un cuento de hadas, aunque nunca le dijo que a ella le tocaba ser la bruja.
Este cuento ya sería bastante triste si realmente fuera un cuento, pero resulta que es la cruda realidad, aunque me consuela un poco enterarme de que convertir a la esposa en una bruja forma parte de los usos y costumbres de nuestra sociedad. Siendo así, lo único que nos queda es refinar los métodos. “Cualquier cosa que hagas, vale la pena hacerla bien”, aconsejaba papá, y yo creo que ha llegado el momento de sistematizar mis conocimientos y compartirlos, para que las jóvenes esposas se desenvuelvan con destreza en el oficio de brujas y no tengan que andar improvisando como lo hice yo.
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