El IFE, en asociación con el CIDE, recién presentaron un estudio de cultura y comportamiento electoral relativo a los comicios del año pasado. Se trata de una encuesta poselectoral dirigida por Rosario Aguilar y Ulises Beltrán, colegas del CIDE, que se agrega a una serie que viene desde 1997 e integra elementos comparativos con el resto del mundo. Un primer hallazgo, por demás lógico, es que la satisfacción con la democracia crece mientras ésta prevalece más tiempo. Así, los países de la primera ola democrática (de acuerdo con el enfoque de Samuel Huntington), presentan un índice de satisfacción de 3.7, los de la segunda ola, de 3.4 y los de la tercera (donde se incluye México), de 2.8. Es natural que la novedad y deficiencias de las democracias incipientes, así como las desproporcionadas expectativas al instaurarse un régimen democrático, se traduzcan en una mayor insatisfacción con la propia democracia. Pero con el tiempo, eso cambia para bien.
En el caso mexicano, el máximo de satisfacción con la democracia se registró en el año 2000 (58 %, frente a 37 % que estaba poco o nada satisfecho). Evidentemente, eso respondió a la primera alternancia y las expectativas que despertó el gobierno de Vicente Fox. Pero el indicador cayó en poco tiempo; en 2003, quienes se mostraban satisfechos ya sólo eran 32 %. Iniciaba la decepción democrática que tiende a pasar factura en las urnas al partido gobernante, que supuestamente profundizaría en la democratización. Eso explica seguramente la caída del PAN en ese año. En 2006 hay una mejora de 43 % (que se mantiene en 2009) pero en 2012 cae a 27%, el punto más bajo de la serie (y que ayuda a explicar la estrepitosa derrota del PAN). La decepción con la democracia había llegado a su máxima expresión. Habrá que ver lo que sucede en este sexenio con ese indicador.
Con la percepción sobre la limpieza de las elecciones sucede algo parecido; crece conforme se consolida la democracia. Los países de la tercera ola muestran un índice de 3.6, mientras que los de la primera ola registran 4.3. La relativa desconfianza que todavía hay en México sobre los comicios corresponde a su condición de país de tercera ola. Pero de una elección a otra sí se registran cambios. De nuevo, el punto máximo de confianza se registró en 2000, por obvias razones: 3.9. Cayó a 3.3 en 2006, también por razones obvias, y ese mismo índice se registra en 2012, pero aquí no me parece tan obvia la explicación; la distancia que hubo entre primero y segundo lugar fue de casi siete puntos (que contrasta con el 5.6% de 2006) lo que despejaría dudas sobre quién ganó legítimamente, pese a las inequidades registradas. De hecho, las condiciones electorales fueron muy parecidas a las del año 2000. Lo que habla de impacto que llega a tener en la opinión pública (o parte de ésta) el hecho de que el segundo lugar no reconozca el resultado y reclame fraude, poniendo lupa en las inequidades detectadas y maximizándolas artificialmente (y creídas acríticamente por sus seguidores). Inequidades que también se registraron en 2000; pero entonces el segundo lugar aceptó el veredicto el mismo día. Si lo que busca Andrés Manuel López Obrador al desconocer elección tras elección es mancharla frente a la opinión pública, lo consigue (aunque con ello también busca mantener vivo el liderazgo frente a sus seguidores).
Y al preguntar qué vía se prefiere para incidir sobre las decisiones del gobierno y la clase política, 75 % responde que las elecciones frente al 15 % que privilegia manifestaciones y protestas. En una democracia se aceptan ambas vías, pero suelen ser pequeños grupos, normalmente con menor confianza en las elecciones e instituciones en general, quienes prefieren la vía más contestataria y directa de presión. Desde luego, una democracia acepta ambas vías de incidencia y participación; la electoral y las manifestaciones callejeras, siempre y cuando estas últimas se expresen dentro de la legalidad y sin afectar derechos de terceros. De lo contrario, los países democráticos que no tienen un trauma del 68 aplican la fuerza pública de manera legítima, y a veces con una gran rudeza, sin que se considere represión autoritaria. Se trata simplemente de mantener y fortalecer el Estado de Derecho y la vía institucional para la participación política.
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