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De carretera a boulevard, y no al revés

ONÉSIMO FLORES DEWEY

Lo habitual es que las carreteras se adapten a las ciudades. El proceso es casi orgánico: Primero, algunas fábricas se establecen a lo largo de sus kilómetros de asfalto. Después llegan los comercios, y finalmente cientos de viviendas. Pronto una parte de la carretera queda dentro de la panza de una ciudad. Con la metamorfosis de su entorno, esta carretera sufre una crisis. Puedo imaginarla visitando al terapeuta, preguntando apesadumbrada, "¿qué soy, carretera o boulevard?" Los ingenieros que diseñan carreteras buscan aislarlas de su entorno, eliminando cualquier fricción capaz de comprometer su promesa de gran velocidad. Para ello recortan cerros y sortean ríos, equipando sus obras con carriles anchos, pasos a desnivel, puentes, túneles y flujos continuos. Pero ya dentro de la ciudad, los objetivos y los métodos deben adaptarse. Finalmente, los intereses de quienes van de paso compiten con los intereses de los que ahí viven. Dentro de la ciudad, las carreteras que unen destinos distantes también dividen barrios contiguos. Los ríos de trailers, microbuses y camionetas circulando a cien kilómetros por hora representan muros infranqueables. En la ciudad, la oferta de velocidad debe balancearse con una promesa de porosidad.

Hay ciudades que domestican a sus carreteras. No hace falta demasiada ingeniería. Existen pequeños poblados que lo logran con un letrero y un par de gigantescos topes. La estrategia parece aldeana, pero funciona. En ese momento los visitantes quedan avisados de que hay otras personas que reclaman derechos sobre el mismo espacio urbano. En otras ciudades, la adaptación es un poco más sutil. A la carretera le crecen camellones, jardineras y banquetas. Sus carriles se vuelven un poco menos anchos, y aparecen los semáforos, con ciclos que permiten al peatón cruzar sin correr. Sólo cuando los automovilistas bajan las velocidades, pueden las familias soltarle las manos a sus niños. No hablo de otro planeta. La carretera Saltillo-Monterrey se transforma en el Boulevard Carranza y la México-Cuernavaca en la icónica Avenida de los Insurgentes. Ninguno de estos casos es perfecto, pero en ambos casos la prioridad otorgada al automóvil disminuye, y es común ver gente caminando.

¿Qué pasa sin embargo con las carreteras más salvajes, indispuestas a cambiar de vocación? Seguro habrán visto alguna. Son las que permiten a los viajeros irrumpir en la traza urbana sin nunca disminuir su velocidad, confiados en que nadie puede atravesarse. Esas son las carreteras que redefinen la vida en una ciudad. Son las que prometen resolver los embotellamientos eliminando las banquetas, los camellones, y los semáforos. Son las que poco a poco condenan a todos a moverse en automóvil, irremediablemente causando más tráfico. Son las que dividen, y separan y segregan. Conozco bien una de éstas. Alguien le dijo a un gobernante que en el mundo moderno son las ciudades las que deben adaptarse a las carreteras. Reclutó a un ejército de ingenieros, y les ordenó extender el flujo continuo de los automóviles desde el fin de la carretera en la periferia hasta el corazón de la ciudad. En cada intersección, levantó un puente, o un distribuidor vial o un paso deprimido. Tras los aplausos fugaces, quedó una cicatriz de concreto permanente. Mis padres viven a unas cuadras de esta carretera. El cine está del otro lado, exactamente a setecientos metros de la puerta de su casa. Nunca han ido caminando, como tampoco caminan sus vecinos. El tema ni siquiera se discute. En la ciudad se viaja en automóvil y punto. Caminar o andar en bicicleta parece tan raro como hacerlo sobre la carretera México-Acapulco. Técnicamente es posible, pero sólo quien no tenga alternativa se atrevería a intentarlo.

Hace unos días, el alcalde electo de Saltillo planteó la posibilidad de eliminar segmentos de una ciclopista construida por el actual alcalde, precisamente en el tramo más agreste de la dichosa carretera. Pocos la utilizan. Casualmente, a nadie se le antoja sortear seis carriles de trailers y microbuses desenfrenados para llegar a uno de los pocos santuarios que existen en la ciudad para los ciclistas. Entiendo que esa ciclopista en particular tiene múltiples defectos, que sin duda deben atenderse, pero no deja de ser curioso observar a las autoridades criticar obras minúsculas como ésta sin abordar todo el entorno y problemática que las envuelve. El tema no es la ciclopista, sino el hecho de que los boulevares de la ciudad se hayan transformado en auténticas carreteras. Ojalá no perdamos la proporción de lo realmente importante. En lugar de re-imaginar una humilde ciclopista, deberíamos re-imaginar la movilidad en la ciudad.

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