De esperanzas y cronopios

¡Cómo de entre mis manos te resbalas! / ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!

Quevedo

Es fácil aquietarme en invierno. Puertas adentro y con una taza de chocolate caliente entre las manos, hipnotizarme con la danza que baila el fuego de la chimenea. En invierno me identifico sin dificultad con las esperanzas (personajes de Historias de cronopios y de famas, de Cortázar) y con la buena disposición que tienen para ser útiles y serviciales. Para sostener el mundo con sus manos, atender a los enfermos con solicitud, regar las plantas y alimentar amorosamente a la humanidad.

En invierno me identifico con la gente cuerda que despierta y duerme temprano para llegar puntual al trabajo. Con la que paga sus impuestos y educa a sus hijos en el buen ejemplo y sanos principios. La que no bebe ni fuma, toma mucha agua y hace ejercicio. En invierno me identifico sin dificultad con las sedentarias esperanzas que “en vez de viajar, se dejan viajar por las cosas”. “Las esperanzas que están ahí, preguntándose que si el señor cura, que si las conveniencias”. Con las convencionales esperanzas que mejoran su vida con manuales de autoayuda y cumplen su cuota de felicidad llenando el carrito del súper. Que son amistosas, serviciales y nunca se salen del guión que sus padres escribieron para ellas. ¡Dios! ¿Qué haríamos sin las esperanzas? Su vida es ejemplar y su labor inapreciable; aunque cuando llega la primavera me parecen unas bobas.

Y es que ya lo he dicho aquí, a mí la cordura me aburre y cuando me aburro enloquezco. Si, como ahora, atravesamos por el mes de mayo y me da por releer esta poesía que hace ya muchos años me obsequió Andrea Montiel, enloquezco mucho más: Los locos viven inventando mundos / y los cuerdos en mundos inventados. / Los locos crean castillos / y los cuerdos los habitan. / Los locos son mitad sueño / y los cuerdos sueño a la mitad. / Los locos crean música / y los cuerdos son escuchas. / Los locos son personajes / y los cuerdos los actores. / Los locos viven en muchos mundos / y los cuerdos en la tierra. / Los locos se sienten libres / y los cuerdos los encierran.

La primavera con su exuberancia me alborota las neuronas y las hormonas, recibo el intenso calor del sol como una provocación y reniego de identificarme con las esperanzas. Con la sensualidad exacerbada aparece el cronopio que llevo dentro y sin más equipaje que mi guitarra al hombro, quiero huir cantando hacia el verano (suponiendo que tuviera guitarra y supiera cantar) y que nadie me venga con la historia de la hormiga y la cigarra porque no me importa.

Igual que la Naturaleza, en la primavera mi corazón estalla y siento la urgencia de arrojarme a la vida sin paracaídas. De soltar las amarras para que vuele libre la mujer que por años he atado de pies y manos; aunque como a todo cronopio, “me llueva a gritos, pierda los trenes y los taxis no quieran llevarme”. Tengo urgencia de volar lejos y con la sensación de libertad en el pecho, beber el vino de otros viñedos, mecerme en las olas de otras playas, mandar tarjetas de felicitación a mis niños aunque no sea su cumpleaños, y al Querubín unas cartas amorosas que escritas con letra redonda y bonita, le expliquen que de lejitos lo quiero más.

Definitivamente, en mayo mi espíritu es un vagabundo que necesita abandonar su natural albergue, porque cuando todo está dado para el disfrute de la vida, quedarme quieta y hacer con cordura lo que corresponde, me parece una ignominia. La estrepitosa primavera recrudece la conciencia de mi propia mortalidad y me digo: si esta existencia es todo lo que tengo, debo apresurarme a buscar los arcoíris que me corresponden. Todo eso pienso y sin embargo me aquieto y me quedo porque de momento “Tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos acostarme”. Porque de momento soy un cronopio “desdichado y húmedo”.

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