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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

A los 10 años de casado Inepcio Rutínez se dio cuenta de que su matrimonio se estaba yendo a pique. La causa era el aburrimiento: perdido el interés romántico y erótico de los primeros días (dos), la relación con su esposa se había vuelto un bostezo continuado. Habló Inepcio con un amigo suyo, dueño de mucha ciencia de la vida, y éste le recomendó que tuviera una aventura extraconyugal. Le recordó la frase de Dumas: "El matrimonio es una carga tan pesada que se necesitan dos para llevarla, y a veces tres", y le dijo un proverbio del vulgacho: "Culito ajeno hace al marido bueno". Eso quiere decir que los remordimientos por sus liviandades llevan al marido a tratar bien a su mujer. A la propuesta de su amigo objetó Inepcio: "No podría yo tener una aventura erótica. Creo que la fidelidad que los casados se prometen al pie del altar es el vínculo más fuerte que los une. Mi esposa es un modelo de virtudes, mujer honesta y casta; no sería yo capaz de pagar su amor y su lealtad con un engaño. Además ella podría enterarse de mi aleve acción, y eso no sólo le causaría un infinito sufrimiento, sino que arruinaría nuestro matrimonio". "Está arruinado ya -insistió el amigo-. Haz lo que te digo. Si temes que tu mujer se entere habla con ella, y dile con franqueza lo que vas a hacer". Después de varios días de vacilación Inepcio se decidió por fin a sincerarse con su esposa. "Malfacia -le dijo, cauteloso-, no quiero que vayas a interpretar mal mis palabras. Tú sabes que por ti siento / el amor más puro y fino / que ningún hombre sintiera / por la que Dios Uno y Trino / le entregó por compañera. Pero últimamente el tedio se ha apoderado de nosotros, y eso está alejando. Entiéndeme, por favor: te adoro; eres la mujer de mi vida, y no te pediría lo que te voy a pedir si no te quisiera como te quiero. Permíteme tener una aventura de carácter lúbrico-sensual. Quizá eso podría salvar nuestra relación". "Definitivamente no -replicó al punto la mujer-. Yo ya he tenido varias aventuras, y te puedo decir que eso no ha ayudado nada a nuestro matrimonio". Si Bush el pequeño fuera todavía presidente de los Estados Unidos ya habría prohibido la venta de las ollas de presión como eficaz medida para acabar con el terrorismo en su país. La verdad es que nuestros vecinos deberán vivir ya siempre bajo la amenaza de ese mal. Ni el sistema de control más eficaz puede impedir que se presente un acto terrorista en el momento y el lugar más impensados. Lo sucedido en el Maratón de Boston lo demuestra. Territorio del miedo es ahora el de la nación vecina, y lo seguirá siendo en el futuro. Nosotros, mexicanos, pagaremos las consecuencias de ese permanente pánico, tanto en lo que hace al trato que reciben allá nuestros paisanos migrantes como en lo relativo a las medidas de vigilancia impuestas a quienes viajamos al país del norte. Ellos sufrirán discriminación mayor, y nosotros, al pasar los controles de revisión, deberemos quitarnos hasta los calzones. Y es que los norteamericanos tienen enemigos en todos los rumbos cardinales del planeta, y de cualquiera de ellos puede provenir el siguiente ataque terrorista. No sólo eso: la amenaza es también interna, según se ha visto en casos como el de Timothy McVeigh y otros que le han seguido. Poderoso país es el vecino, pero condenado a cadena perpetua de temor. Sigue ahora un relato inconveniente. Las personas que no gusten de leer relatos inconvenientes deben interrumpir en este punto la lectura. El socio de don Algón le presentó a su nueva secretaria. "A los pies de usted, señorita -le dijo con untuosa voz el salaz ejecutivo a la muchacha-. Alabo el gusto de su jefe: es usted muy hermosa". El socio se echó a reír. Le dijo a don Algón: "La que creíste secretaria y bella chica es en verdad un robot. Le aprietas una bubis y toma dictado; le aprietas la otra y escribe en la computadora; le oprimes una pompis y contesta las llamadas telefónicas; le aprietas la otra y te trae un cafecito, o fruta. Es un prodigio de tecnología; lo último en materia de robótica". "¡Qué maravilla! -exclamó don Algón entusiasmado-. ¿Podrías prestármela un par de horas, para ver cómo funciona?". El socio accedió de buena gana, y don Algón se llevó el robot a su oficina. No habían pasado ni cinco minutos cuando se oyó un terrible alarido de dolor. "¡Qué barbaridad! -exclamó consternado el socio de don Algón dándose una gran palmada en la frente-. ¡Se me olvidó advertirle que el agujerito es un sacapuntas!". FIN.

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