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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Doña Macalota llegó a su casa en horas de la madrugada. Venía de la acostumbrada partida semanal de cartas que jugaba con sus amigas. A fin de no despertar a su marido decidió desvestirse en la escalera que conducía a la recámara. Ahí se quitó zapatos, medias, blusa, falda y sostén, y entró en la alcoba cubierta únicamente con la última prenda íntima. Don Chinguetas, su esposo, la sintió entrar y encendió la luz. La vio así y exclamó consternado: "¡Cielo santo! ¿Perdiste?"... Hoy es el señalado día en que narraré el vitando chascarrillo cuyo nombre es "Arracadas". Palabra linda es ésa. La debemos a los árabes, a quienes tanto debemos. La Academia dice que quizá viene de "arraqquáda", "la que duerme constantemente". No encuentro relación entre tal etimología y el objeto definido, y con el mayor respeto para la doctísima corporación pienso que el término viene sencillamente de "alicrat", voz que en la lengua arábiga designa a los pendientes. La arracada es una argolla, generalmente de oro, y algo grande, que las mujeres lucen como adorno en las orejas. Salomón usó esa palabra cuando dijo: "Los consejos sabios en los oídos obedientes de un príncipe joven y prudente son arracadas de oro y perlas que lo hermosean y perfeccionan". Pero éste es demasiado exordio para una chocarrería que en nada contribuye -o muy poco, en todo caso- al perfeccionamiento del género humano. Lean mis cuatro lectores ese execrable cuento, "Arracadas", al final de esta columnejilla. Alfonso Galán, querido amigo mío desde los tiempos -tan lejanos, tan cercanos- de nuestra juventud, me cuenta de su tío don José, caballero potosino. Cierto líder de una organización obrera o campesina, qué sé yo, lo invitó a formar parte de su grupo. Él declinó la invitación. "¿Por qué, don Pepe?" -le preguntó el político. "Mire, mi amigo -respondió el señor-. Hay toreros que torean toros, y toreros que torean pendejos. A los primeros los respeto mucho. A los segundos no. Y usted es de éstos últimos". Yo digo que hay una mala ralea de gente que se ha especializado en el provechoso oficio de torear pendejos. Son los líderes de esos movimientos que con bandera de revolucionarios pertenecen en verdad a un pasado que México ya debe superar. Esos negociantes de la politiquería bloquean carreteras, hacen plantones, toman casetas de peaje, ocupan instalaciones universitarias; todo eso en violación flagrante de la ley y con daño muy grave para la comunidad. Y sin embargo, los encargados de guardar el orden jurídico y la seguridad y derechos de los ciudadanos actúan con timorata lenidad ante esos líderes, recurren a argumentaciones especiosas para justificar su culpable inacción ante ellos, y se esconden ante los altaneros desafíos de los malvivientes. Para colmo de cosas, tales comerciantes en carne de manifestaciones; expertos en el manejo de palos, mazos, tubos y machetes; no pueden ser tocados ni con el pétalo de una denuncia, no digamos ya de una aprehensión, porque hay dependencias públicas más preocupadas por la defensa del culpable que por la protección del inocente. Siempre sucede que a final de cuentas toreros y toreados llegan a oscuras negociaciones a espaldas de la ciudadanía. Los plantones se levantan; se permite otra vez el paso por las carreteras; se desocupan las casetas de peaje; las instalaciones que se tomaron son devueltas -generalmente en horas de la madrugada y con gran oportunidad política-, y aquí no ha pasado nada. Claro hasta que otra vez vuelva a pasar algo, y de nuevo se pase la factura. Subdesarrollo, subdesarrollo puro disfrazado por un lado de reivindicaciones sociales y por el otro de respeto al derecho de manifestación de las ideas, aunque todos los demás derechos sean arrastrados por el fango. Y aquí me detengo, porque cuando uno empieza a usar palabras como "fango" es que ha llegado ya la hora de detenerse. He aquí, ahora, el tremebundo relato que anuncié: "Arracadas". Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció en el bar a una linda chica. Le dijo con tono admirativo: "¡Qué bonitas arracadas traes!". Ella le dio las gracias por aquel cumplido. "Sin embargo -prosiguió Afrodisio- me gustaría que te pusieras otra cosa en las orejas". Preguntó la muchacha muy interesada: "¿Qué?". Y respondió el salaz sujeto: "Las rodillas". (No le entendí). FIN.

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