Escribo esta columna con poca movilidad y llena de sufrimiento corporal. Uno nunca sabe la (mala) influencia que un deporte puede causar en la vida. Acabo de descubrirlo. Justo a tiempo.
Un día antes de la tragedia de Boston, se me ocurrió meterme de lleno en el cuerpo de un corredor. Bueno, no de uno, sino de todos (ya sé, suena horrible). La idea era sentir en carne propia la experiencia de trotar 'profesionalmente', así que me inscribí en la Carrera 10 KM de Imagen. Con lo sencillo que hubiera sido preguntarle a alguien "oye, ¿qué se siente?".
Aunque debo confesar que también lo hice por quedar bien con mi jefe y por perseguir a Miguel Ángel Mancera, uno de los participantes más ilustres. Cómo verán, sí tenía motivos.
Domingo, 7 de la mañana, ahí estaba la columnista adentrándose plenamente en el universo de los corredores. Como si fuera Murakami cuando inventó el libro "De Qué Hablo Cuando Hablo de Correr", pero sin los millones, el éxito editorial y el abuelo budista. En el pelo liso y los ojos rasgados, estilo peruano, sí nos parecemos un poco.
Eso era otro mundo: casi 6 mil almas con tenis, entre ellos, como 2 mil señores guapos sin argolla matrimonial. Qué ilusión. El paraíso de busconas y ligadores.
Me hidraté como los corredores, intercambié experiencias como los corredores, me estiré como los corredores y calenté como pude (moviendo la cadera con reminiscencias tahitianas) para salir disparada luego de que el mandatario capitalino repartió suerte por los altavoces.
Corrí con agilidad y mantuve la velocidad perfecta aproximadamente 4 minutos (bueno, ¡cada quien!), el resto fue una prueba de fe. Dios mío, qué sufrir. Eso sí, el paisaje era precioso (Reforma y el Bosque de Chapultepec) y plagado de pruebas de amor. Amigos, familias que apoyaban a niños con discapacidad, viejitos animosos, atletas consumados, competidores en muletas, principiantes nerviosos, enamorados de la mano, padres con carreolas, mujeres con mujeres y hombres con perros.
Mientras caminaba-corría-trotaba-gateaba para completar la ruta, descubrí que hay tapetes con sensores que registran los tiempos de los corredores para evitar trampas tipo Madrazo y señores que te observan y anotan cosas en una tablita. También prójimos que te regalan agua o bebidas isotónicas y echadores de porras a sueldo. Ya saben, esos uniformados que en cada kilómetro te gritan perlas como "¡vamos, ya falta poco!", "¡sí se puede!", "¡ánimo!", "¡somos unos campeones!" (jajaja) y así.
Yo, que soy tan fácil de convencer, sonreía como gacela triunfadora, pero la verdad es que se me engarrotaron las piernas, me acalambré todita y pensé que caería muerta en pleno bosque con la mirada clavada en el tótem canadiense. Pero las fuerzas misteriosas de la naturaleza (y el recuerdo de algo delicioso) me llenaron de energía y logré llegar a la meta. Sinceramente, casi remolcada por Paco Zea en el último kilómetro.
Ya con medalla en el cuello y plátano y naranja en mano (parecen frutas corrientes, pero son oro molido entre los recién corridos), supe que Mancera hizo 53 minutos, lesionado de un tobillo. Yo, una hora con 20 minutos, averiada de pies a cabeza. ¡Por lo menos nos une la calamidad!
Pensé que lo próximo en mi nueva vida de atleta era Nueva York, Chicago o Boston, pero no. Lo que sigue es mi sillón amarillo y una caja de botanas. Más rico, más seguro.