Siempre quise ser corresponsal de guerra, por eso estudié Periodismo. Lo que pasa es que luego me acordé que me dan miedo las bombas y mejor me apunté para cubrir otras batallas.
Luego quería ser una escritora respetable y seria, pero me daban ganas de reírme del rigor informativo. Total: soy la columnista que conocen.
Pero ahí como me ven de aguerrida, tengo un lado muy pacífico. Una "paz psicológica" impresionante, por eso cuando llegué a Nueva Delhi lo primero que hicieron fue llevarme a conocer todo lo de Gandhi.
Se ve que alguien imaginó: "Esta mujer es muy fan de don Mahatma" y me aplicaron el tour completo: su casa, la biblioteca, el jardín donde hacía discursos y plegarias, el tapete donde hilaba, los escalones donde lo mataron, la banca donde pensaba (les juro que eso dijo el guía) y el sitio exacto de la incineración, en 1948.
Claro, yo puse cara de buena persona durante todo el recorrido y traté de adentrarme en la vida y enseñanzas del padre de la India, pero a ratos me volvían los instintos malignos.
La casa donde pasó sus últimos días el buen Mohandas es preciosa, blanca con puertas azules y bugambilias, aunque lo mejor de todo es que ese oasis de tranquilidad y sosiego, ahora es habitado por una pandilla de monos salvajes y con pulgas que asustan a los visitantes. Es muy divertido cuando los turistas que rezan por el eterno descanso del alma de Gandhi salen corriendo para escapar.
Pero como les iba diciendo, hay muchos que dudan de mi buena voluntad y me quieren "iluminar" como sea (ja ja). Así que, después de la ruta Gandhiana me llevaron a los terruños de Buda.
Cuando llegue a Sarnath lo primero que aprendí es que, en la vida, siempre hay que ver más allá. Porque en ese lugar de peregrinaje, uno de los cuatros sitios más sagrados del budismo, sólo hay una "stupa" gigante.
Yo esperaba encontrar un templazo y sólo hay una mole circular frente a la que todos meditan. Eso sí, es la más grande del mundo.
Y ahí me tenían, tratando de ver más allá de mi nariz, y cuando pedí una señal divina para creer, se me puso al lado un monje enorme con cuerpo de luchador de sumo, envuelto en una túnica naranja, que me recordó la imagen del Buda feliz de los chinos.
Fue exactamente ahí, bajo un árbol, donde Siddharta Gautama (el flaco, el verdadero) pidió a sus seguidores que pusieran fin a sus sufrimientos para alcanzar una vida plena.
Eso sí, una calle antes hay una estatua como de 40 metros de altura para los que tienen poca imaginación y quieren ver la figura de Buda de toda la vida. Ahí departí con otro monje que tenía cara de iluminado y se tomó una foto conmigo, pero no se dejó abrazar.
¡¿Cuál es tu problema monje?! No me pregunten por qué, pero yo veo a alguien en túnica y me dan ganas de unir mi espiritualidad con la suya o algo. Eso sí, soy un hueso duro de roer para las sectas y los buscadores del cuarto camino.
Creo que el budista antisocial no quiso que ésta columnista contaminara su campo magnético purificado, su espacio libre de maldad, su círculo de paz.
Lo que no sabía el santo hombre es que yo no ando por la calle formando cadenas de luz y hermandad con las personas, pero trato de escribir cosas para que los lectores tengan momentitos de felicidad y placer.
¡Hacer esta columna durante 11 años ha sido un placer! La he disfrutado cada miércoles para que ustedes la disfruten. Espero haberlo logrado. Gracias por ser los lectores más generosos del mundo y los mejores cómplices de tantas historias.
Esta es mi última columna para Reforma. Ya ven, siempre hay que ver más allá. Gracias a todos por hacerla posible y espero que nos leamos pronto. Así será.