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Diario de un enfermo terminal

ARNOLDO KRAUS

Mientras vivo mi enfermedad reculo. Si uno pudiera desprenderse de fardos innecesarios y de cargas absurdas y lograse mantener un balance entre lo prescindible y lo imprescindible, entre lo necesario y lo innecesario, podría ser menos tormentoso llegar al final.

Toda la vida cargamos; cargamos vida y muerte. El equipaje, con el tiempo, salvo contadas excepciones, cada vez es más pesado y poco útil. Prescindir no es característica humana. A la pequeña maleta original se agregan nuevas maletas. Unas llevan alegrías, otras, sinsabores, las primeras recuerdos, las últimas deudas. Desprenderse de algunos baúles conforme la vida corre es necesario y sano. Casi nadie lo hace. Cargamos, no prescindimos, sumamos, no restamos. Las valijas se hinchan, ceden las hebillas: no cabe nada más. Cuando la enfermedad avisa que la vida será breve, abrir y remover el contenido del equipaje es necesario.

Al lado de mis maletas reculo. La piel gastada, comida, las hebillas rotas, los esquineros perdidos, y las asas a punto de romperse lo exigen. Mi "tiempo enfermedad" ocupa los escasos recovecos de mis bártulos. Revalorar el pasado y confrontar la cruda e inevitable realidad es parte de la nueva faena.

Si se consigue acomodar el equipaje tiempo antes de enfermar y reacomodarlo durante su proceso quizás sea posible delegar y dejar, en el camino, no sin dolor, algunas cosas; cosas no como objetos inertes, sino como vida. Quizás así, abandonando, no en el sentido de olvidar o dejar, sino de desprenderse y entregar, resulte más sencillo iniciar el luto propio para después compartirlo con quienes se desee. Educarse para morir; auto educarse para despedirse es la propuesta.

Vivir el luto personal puede ser terapéutico. Soltar, soltar la vida, soltarte. Abrir el periódico, y asomarse a la realidad, en tiempos de enfermedad y pérdidas es necesario: el mundo, cruel y hermoso, crudo y tierno, lleno de amor y desamor, casa y ausencia, sigue ahí, y seguirá en el mismo sitio, con uno y sin uno. Cuando muchos seres queridos han fallecido es más fácil partir. Con la muerte nada cambia. El mundo sigue ahí. Soltar y soltarse. La idea, "polvo eres y en polvo te convertirás", no es divina: es ley de la vida, regla del cuerpo muerto, última expresión de la realidad. Así es la imagen del cadáver y la idea que empiezo a vivir conforme avanza la enfermedad y el deterioro se profundiza: caigo hacia un precipicio, hondo, ilimitado, sin final.

Recurro a uno de mis diccionarios, compañeros imperecederos. Todos sirven: los de la lengua materna, los de otros idiomas, los de sinónimos, antónimos e ideas afines. Cadáver proviene del latín "cadavere", del verbo "cadere", caer: caído y mortal. Otras fuentes, no siempre aceptadas, explican que cadáver proviene del latín Caro Data Vermibus (Carne dada a gusanos). Caer es suficiente; cohabitar con gusanos aterroriza.

Prescindir, retirarse de algo o abandonarte a ti mismo es una elección. Elegir implica ganar y perder. Se abren otros caminos. Cuando dejas algo, cuando abandonas a alguien, cuando te desprendes de alguna de tus partes, construyes otros "algos", elaboras "otras cosas", en mi caso, por mi "tiempo enfermedad", la despedida.

Regresar al pasado, a los tuyos, a tus cosas es saludable. Adentrarte en el final, cuando la enfermedad lo impone, es imprescindible. Si abandonas, si "te dejas", si "te sueltas", algunos términos de uso frecuente como perder o ganar ofrecen otras perspectivas. Cuando se está muy enfermo y se piensa o se desea el final, perder, perder la vida, no implica, necesariamente, un dolor inmenso.

Cuando el dolor del presente horada con crueldad la idea del futuro se desvanece: hablas de otra forma, apelas a tu voluntad, a una nueva voluntad. Te rebelas: ¿por qué yo?, te preguntas: ¿acaso Dios, acaso yo?, ¿acaso la rutina de la vida es igual a la rutina de la muerte? O quizás la rutina no sea rutina y todo, nacer y morir, sea igual; incluso, el brete puede ser uno de esos entuertos filosófico imposibles de responder: ¿existe la muerte antes de la vida?

Cuando enfermo hablas y preguntas aunque nadie conteste. Hablas mucho, sin voz, con voz, sin palabras, con palabras, para ti, para nadie. Hablas: no importa a quién ni importa si eres escuchado. Hablas para mantenerte vivo y escucharte. Los soliloquios no son solamente privilegio de los locos o de los "solos"; son también de quienes confrontan algún dolor, alguna pérdida, alguna muerte, sobre todo, la propia.

Al hablar deshojas las maletas. Recuerdas y vives. Tiras y mueres. Escombras y preguntas: y todo esto ¿para qué? Al hablar volteas el equipaje. Encuentras una tira de papel: Decir adiós, decirse adiós. Dicen que dejar todo antes de partir sirve; así lo creo, así lo escribo.

(Médico)

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