La renuncia de Benedito XVI, ha venido a poner en el tapete de las discusiones, un viejo tema, nunca acabado, sobre las riquezas y el poder de la Iglesia Católica.
No existe en el mundo organización más poderosa que la Iglesia ni que haya acumulado más riquezas materiales que ella.
Eso es bien sabido y por ello, entre otros factores, es tan codiciada la presidencia el Banco Ambrosiano.
Son pocas las órdenes de la Iglesia que viven realmente apegadas al voto de pobreza. Cuando menos me consta de los jesuitas, pues lo vi de cerca cuando éramos estudiantes de secundaria en la Pereyra. Los padres traían las camisas todas raídas del cuello y cuando les llegaba ropa, por ejemplo, al padre LLaguno, toda se repartía entre los que la necesitaban y a veces él se quedaba sin nada. No importaba entonces el origen de cada uno de ellos, todos se hacían uno en la pobreza.
Pero no era ésa la norma entre todas las órdenes de esa institución. Es más, algunas se caracterizan, precisamente por su poderío económico y hasta ostentación hacen de ello, olvidándose de que: "El hijo del hombre no tiene dónde recostar su cabeza"; y de: "Mi reino no es de este mundo".
Muchos de los seguidores del hombre que nació en humilde pesebre y vestía de sayal y que no dejó más bienes que la capa que lo cubría cuando fue apresado, viven ahora en suntuosos palacios y visten túnicas bordadas con hilos de oro, que contrastan con la sencillez de personajes como San Francisco de Asís.
Los personeros de la Iglesia disputan todos los espacios. Cualquier forma de recaudación es válida para muchos de ellos y pelean los espacios de sus templos como si fueran pisos muy valiosos.
Ha este respecto, me voy a permitir contar una anécdota que presencié en la catedral de Mérida.
Andando en aquella ciudad, fui a visitar su catedral, como sitio obligado de turismo y venerar a un santo poco común: San Ildefonso.
En el atrio de ese templo, se encontraba un pordiosero tocando una vieja guitarra y cantando tristes alabanzas al Señor, al tiempo que pedía ayuda para atender a sus necesidades mínimas.
"Alabado sea Dios, Hermanos. Denme una ayuda para comer". "Todos somos hijos de Dios y debemos ayudarnos unos a otros"-seguía diciendo aquel pobre hombre.
Muy cerca de él, un sacerdote de hábito, pedía limosna para el templo y regalaba a cambio estampitas religiosas.
Me quedé unos momentos admirando la fachada del templo, tiempo suficiente, para que aquel pordiosero cambiara radicalmente su discurso y arremetiera contra los fieles que le negaban la ayuda y el sacerdote que le quitaba "clientes".
Los versos que acompañaban las plegarias de ese hombre cambiaron de tono radicalmente: "Bola de ojetes, que no quieren cooperar. No saben ser solidarios con sus semejantes. Y usté -Dijo dirigiéndose al sacerdote - Hágase pá allá y no me quite la posibilidad de conseguir mi comida".
Pero ese tipo de sacerdotes no suelen dar tregua a su ambición y éste ignoraba los reclamos del pordiosero. Pelean palmo a palmo un mísero céntimo.
Quizás por ello, Benedicto XVI, harto de las disputas dentro de la Iglesia, prefirió poner tierra de por medio y retirarse a vivir una vida de oración y penitencia, rogando a Dios que su sucesor logre que la Iglesia retorne a su función evangelizadora con humildad.
Si las profecías se cumplen, podemos estar asistiendo a los últimos tiempos de una de las instituciones más fuertes y antiguas de nuestra historia.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".