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Ecosistemas en riesgo

A la ciudadanía

GERARDO JIMÉNEZ GONZÁLEZ

La relación entre el hombre y la naturaleza no siempre ha sido armónica. En la historia originaria del primero se observa un esfuerzo por adaptarse a su ambiente durante un período que abarca varios millones de años hasta que logra domesticar plantas y animales que le permiten sedentarizarse; a partir de ahí, pero sobre todo desde la revolución industrial y el advenimiento del capitalismo, la producción de bienes ha crecido para satisfacer la demanda de las fábricas y la población cambiando la relación de manera desfavorable para la naturaleza.

En este período que ocurre durante las tres últimas centurias, se ha ejercido una presión sobre el ambiente a tal grado que gran parte de los ecosistemas naturales ha sido alterada perdiendo sus funciones ecológicas, convirtiéndolos en ecosistemas antropizados. En la actualidad, son pocos los ecosistemas naturales que aún conservan parte de la riqueza biológica en ellos albergada, mismos que se han convertido en reservorios naturales bajo constante amenaza.

Si el hombre constituye en principal factor de disturbio ambiental que ha alterado esos ecosistemas naturales, es también el único responsable de recuperarlos, protegerlos y conservarlos, tarea nada difícil que ha requerido esfuerzos importantes algunas veces afortunados y otras no, como ha sucedido con las Islas Galápagos, Doñana, Cuatro Ciénegas e incluso Jimulco y Cañón de Fernández.

Las Islas Galápagos, ubicadas en el litoral de Ecuador, uno de los espacios protegidos más emblemáticos a nivel mundial, enfrentó serios problemas para proteger la biodiversidad ahí existente donde las actividades productivas que realizaban los lugareños y el flujo de los turistas que las visitaban constituyeron factores que pusieron en riesgo esos ecosistemas; afortunadamente, la presión y el apoyo de las comunidades científicas que valoraron esa riqueza biológica y la regulación gubernamental posibilitaron la aplicación de medidas que han impedido se dieran consecuencias lamentables que amenazaban a la tortuga gigante y otras especies en estatus de riesgo.

En el caso de Doñana, otros espacio protegido emblemático internacional localizado en España, la protección de la zona de marismas y el hábitat del lince ibérico también requirieron esfuerzos importantes que garantizaran la conservación de estos ecosistemas naturales; la presión de los lugareños con sus cotos de caza y las actividades agrícolas realizadas en la zona, obligaron a que filántropos internacionales y nacionales adquirieran un área que permitiera esa protección, situación que se complementó con las declaratorias oficiales de Parque Nacional y Parque Natural que ampliaron las superficies bajo protección.

Lamentablemente esto no ha ocurrido en México, donde la desecación de algunas de las otrora pozas de agua que albergan una biodiversidad endémica de valor inestimable no sólo para el país sino para toda la naturaleza y humanidad, se encuentra en riesgo de perderse; las actividades agrícolas de los lugareños agricultores y el enfoque mercantil del aprovechamiento que lugareños citadinos han dado a los recursos ahí existentes, en particular al agua que brota de esas pozas, agravado por la presencia de las empresas agroganaderas que usan de manera depredadora los volúmenes que extraen de los pequeños acuíferos subterráneos para producción de alfalfa, así como a la fallida intervención de oficinas gubernamentales en el sentido contrario a la conservación, aunque también las hay a favor, son factores que se han conjuntado creando una encrucijada que dificulta la protección de estos ecosistemas naturales.

Los espacios protegidos locales de Jimulco y Cañón de Fernández, ubicados dentro de las municipalidades que también conforman la zona metropolitana lagunera y recientemente declarados en estatus de protección municipal y estatal, a pesar de su importancia por la biodiversidad que albergan y los servicios ambientales que prestan a la población, aunado a la invaluable participación ciudadana que han recibido, tampoco han sido debidamente valorados dentro de las políticas públicas de esos niveles, incluso ni siquiera se les considera en una visión de desarrollo metropolitano o son asuntos marginales en las agendas electorales y de gobierno de los políticos locales.

Ciertamente, producto de su condición de país no desarrollado que incluye a las élites políticas gobernantes responsables de tomar decisiones fundamentales que garanticen la protección y conservación de los ecosistemas naturales que aún tenemos, nuestro país requiere un viraje en el timón de las políticas ambientales, quizá no al nivel de formar parte de las reformas estructurales hoy de moda, pero sí de valorar los factores que están incidiendo para que el riesgo que presentan de perderse se reduzca, en algunos casos de involucrar a la población lugareña en la conservación de sus lugares promoviendo proyectos de desarrollo local que les den opciones al uso de los recursos con sustentabilidad, de aplicar regulaciones a quienes los usan de manera depredadora o de ampliar la colaboración ciudadana, entre otros. La pérdida de estos ecosistemas no es, ni mucho menos, un asunto menor.

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