Cuenta la historieta que la corrupción mexicana empezó durante el tormento a Cuauhtémoc. Un intérprete le traducía al náhuatl la imperiosa exigencia de Hernán Cortés: "¡que diga dónde está el tesoro!" El valiente emperador azteca expresaba en su lengua su rechazo vehemente y el traductor trasladaba el mensaje al torturador extremeño: "dice que te vayas al carajo". El conquistador ordenaba entonces atizar el fuego que quemaba los pies del adalid mexica y sus compañeros y volvía a la carga: "¡que diga dónde está el tesoro!" Aunque los otros flaqueaban, el estoicismo y la negativa de Cuauhtémoc se mantenían. Después de una prolongada y cruel tortura, el "Águila que Cae" cayó y, desfalleciente, dio las señas para llegar al lugar donde estaban escondidos el oro y los demás metales preciosos. Dado que su respuesta fue más extensa que las anteriores, Cortés inquirió ávidamente: "¿qué dice?" El intérprete giró lentamente hacia él y le contestó: "dice que te vayas al carajo".
Chascarrillos aparte, no cabe duda de que nuestras corruptelas son más viejas que la Conquista. Y es que, en mayor o menor medida, en todas partes y en todos los tiempos ha habido corrupción. La de México tiene sus peculiaridades. No se restringe a las élites, involucra cuanta actividad productiva o improductiva existe, se da cotidianamente y es regulada por una prolija normatividad informal que precisa su modus operandi y delimita sus fronteras. Aquí el que está en una posición de poder, así sea modesta o fugaz, no acostumbra perder el tiempo en devaneos éticos: aprovecha su información o su fuerza para sacarle provecho económico.
Con todo, hasta ahora el corrupto mexicano se había preocupado por la estabilidad de la sociedad. Dado que nuestra ley está demasiado lejos de la realidad para ser funcional, creó reglas no escritas realistas para sustituir la norma formal y las convirtió así en el verdadero referente del comportamiento ciudadano. Le hizo un enorme daño al país, pero no permitió el caos. Fijó linderos y castigos, proveyó el aceite pecuniario que impidió el resquebrajamiento del engranaje social, operó con parámetros definidos de modo que prevaleciera una razonable tranquilidad. Su astucia lo llevó a diseñar un sistema que beneficia en mayor o menor medida a la inmensa mayoría de la población. El de arriba se enriquece a costillas del erario, el de en medio recibe su salpicada, el de abajo sobrevive arrancando de vez en cuando alguna pequeña ventaja; y si bien todos evaden impuestos, se timan entre sí y pagan o reciben mordidas, en las complejas vialidades de la vida humana en que se unos y otros se cruzan hay semáforos, agentes y mecanismos para saldar choques. Por eso, porque no confunden ilegalidad con anarquía y porque ordenan el desorden, las normas tácitas han perdurado tanto tiempo.
Pero algo está cambiando. El desbocamiento de la violencia del crimen organizado ha socavado el antiguo equilibrio metalegal de México. En la jungla de la nueva delincuencia, el submundo de lo impredecible, no hay reglamentos ni límites. Los cárteles reclutan personal a la fuerza, extorsionan, secuestran, desaparecen y asesinan a cualquiera y en cualquier lugar. Todo se vale: no hay plazas ni pautas ni limitaciones. Y por si fuera poco, esas corporaciones criminales se han diversificado a grado tal que hoy invaden las esferas de los otros Pymes (Pequeños y Medianos Evasores de la ley). Invalidan sus códigos, sus criterios de territorialidad y sus acuerdos con las autoridades y los sacan violentamente del mercado; a menos, claro, que acaten el refrán de "si no puedes vencerlos, únete a ellos". Y lo más grave, el Estado mismo, que antes era árbitro supremo y máximo administrador de la corrupción, se ve a menudo obligado a plegarse a los designios de los capos.
Ya sé que no es cosa de broma, que urge buscar soluciones serias. Recurro al humor porque de otra manera me ganaría la aprensión y el espanto. La simbiosis de la pillería de antaño y la criminalidad emergente está creando un monstruo: la hidra del corrupto sangriento. La violencia siempre ha estado presente entre los mexicanos, es verdad, pero en los períodos de paz solía quedarse en la excepcionalidad o en las márgenes de nuestra sociedad.
En la corrupción-hormiga que inunda a este país, los conflictos se dirimían por lo general en forma pacífica y sin afectar a terceros; incluso la delincuencia de gran escala, la del narcotráfico, se cuidaba de confinar su brutalidad al drenaje. Ya no. Hoy el terror brota por las atarjeas y todos estamos a la intemperie. No nos hemos rehabilitado del vicio de la corruptela nuestra de cada día y se nos ofrecen grandes dosis de desprecio por la vida. Además de aquello de que el que no transa no avanza, a nuestros jóvenes se les pregona ahora que el que no aplasta no entra a la subasta. Si no detenemos esta locura México acabará hundiéndose en la barbarie. Decirlo no es ser catastrofista, es advertir la realidad. Y el remedio no es volver al pasado de la trapacería inofensiva sino aprovechar la cercanía del abismo para saltar a un futuro de sensatez ética.
(Académico de la Universidad Iberoamericana)
Twitter: @abasave