La prosecución anunciada ayer del Pacto por México, esa gran coalición programática de los principales partidos nacionales, muestra que su sobrevivencia y la razón misma de su existir dependen de su capacidad de mantener el paso de las modernizaciones, removiendo o acotando los intereses y anacronismos inicialmente elegidos, pero agregando a la lista los rezagos sobrevinientes y las nuevas resistencias que se le atraviesen.
Como si corrieran en una banda sin fin, los firmantes saben ahora que el pacto cae, si la marcha se detiene por titubeos o indecisiones ante salidas en falso como los aprestos veracruzanos de usar programas sociales con fines electorales. Y que si cae el pacto, se esfumaría la más importante oportunidad de transformación del país en varias décadas. Pero también saben ahora esos firmantes que el pacto se enriquece con nuevos contenidos y nuevas energías, si son retiradas del camino, con decisión y buenos reflejos, las piedras que van dejando sobre la pista los exponentes más arcaicos de la política mexicana.
El episodio cerrado ayer en Palacio Nacional permitió ver a un gobierno del presidente Peña Nieto que no perdió más tiempo ni legitimidad comprando la primera respuesta (automática y autoincriminatoria) de lo más cerril de su partido y sus aliados: la que proponía desoír, por hipócritas, las quejas de los otros partidos, con el argumento de que los gobiernos que ellos han detentado y detentan también han traficado y trafican con programas sociales por votos.
LEGITIMIDAD Y PRAGMATISMO
En efecto, no hay partido en nuestro país que no haya apelado a este recurso. La política clientelar es una tradición arraigada en México y América Latina, igual que en países de otros continentes con grandes mercados de votantes pobres y baja o reciente valoración de los derechos políticos. Pero el reforzamiento de la vigilancia y el acotamiento acordados ayer al viejo clientelismo político no sólo le despejan el paso a la ruta trazada por el Pacto por México, sino que le agregan un par de apuestas modernizadoras más, a la vez legítimas y pragmáticas, incluyendo las nuevas iniciativas anunciadas de transparencia y equidad en los procesos electorales.
Una primera apuesta va por la dignidad de quienes reciben los programas sociales y por la integridad de su derecho a acceder a ellos sin condicionamientos electorales. La otra apuesta va por la revaloración de los derechos políticos y el acrecentamiento de la densidad ciudadana, hacia una democracia de mayor calidad.
El éxito de esta apuesta es pragmáticamente comprobable en las elecciones de las últimas dos décadas: el electorado castigó libremente en 2012 al partido del presidente Calderón no obstante el férreo control que mantuvo de los programas sociales a través de delegaciones al mando de reconocidos cuadros panistas. Igual que el electorado había castigado 12 años antes al partido del presidente Zedillo a pesar del formidable aparato de clientelismo político desarrollado en décadas por el Revolucionario Institucional.
SIN MIEDO A LA LIBERTAD
El PRI perdió también las elecciones en el DF en 1988, con todo su aparato clientelar, que empezó a pasar, intacto, al control de lo que después fue el PRD. Pero el PRI recuperó todavía la capital en la elecciones de 1991 y 1994, a pesar de que el entonces gobernante de la ciudad de México, Manuel Camacho, no había permitido aplicar en su territorio el gran programa social Solidaridad, que dirigía Luis Donaldo Colosio, su rival en la lucha por la nominación del PRI a la Presidencia de la República.
Finalmente, las nuevas cláusulas del acuerdo de las principales fuerzas políticas mexicanas les dan oxígeno, frente sus resistencias internas, a los líderes pro-pacto de los partidos de oposición, que esta vez obtuvieron del gobierno y el PRI trofeos muy vistosos en la empresa de construir una democracia con un electorado libre de presiones clientelares. Un electorado que ya ha dado suficientes muestras de haberle perdido el miedo a la libertad.