Siempre me han parecido arbitrarios y desagradables los términos Primer y Tercer Mundo. Con los años, otros calificativos como Segundo Mundo, países subdesarrollados o en vías de desarrollo y Cuarto Mundo han enriquecido, o quizá, más bien empobrecido la terminología, y a la vez, ampliado las diferencias entre unos y otros (o si se quiere, siguiendo a Miguel de Unamuno, entre hunos y hotros). La división entre Primer y Tercer Mundo se basa, como se sabe, en el grado de desarrollo humano: Los estándares de vida, la calidad de los servicios y la esperanza de vida, entre otras cualidades, son superiores en el Primer Mundo cuando se compara con el Tercer o Cuarto Mundo.
Esos logros se deben esencialmente a las instituciones democráticas. A nivel macro la división es correcta. Sin embargo, en las historias individuales, aunque mueren mucho más personas de hambre en el Tercer Mundo, algunos "homeless" estadounidenses o europeos preferirían pernoctar en las calles de la Ciudad de México o en Buenos Aires, en lugar de París o Detroit. En nuestras ciudades, a diferencia de lo que sucede con los "homeless" estadounidenses, aunque sea con mendrugos, la miseria se comparte; es más factible morir de hambre, de frío, o de abandono en ciudades del Primer Mundo que en latinoamericanas. Quizá algunos homeless de Detroit optarían por sufrir su vía crucis en Veracruz o en Río de Janeiro.
Los escandinavos no dejan de sorprender. A la ley sueca de 1999, que penaliza a los clientes por comprar servicios sexuales y no a las prostitutas, se une la nueva actitud de Jens Stoltenberg, primer ministro noruego. En julio 2011, tras las matanzas en Oslo y Uteya, que dejaron un saldo de 77 muertos, la mayoría jóvenes, a la postre la mayor catástrofe desde la Segunda Guerra Mundial, Stoltenberg dijo, "Los dos ataques van a cambiar al país, pero la única respuesta posible debe ser más democracia y libertad", actitud admirable, sorprendente y llena de sabiduría, sobre todo si se le compara con las palabras elegidas por George W. Bush y sucedáneos tras los ataques terroristas al World Trade Center en septiembre de 2001.
Días atrás los periódicos reprodujeron una fotografía de Stoltenberg conduciendo un taxi. En la fotografía, tomada ad hoc, tocada y retocada, se observa al primer ministro sonriente y a una pasajera igualmente sonriente. La nota periodística explica que el Partido Laborista, al cual pertenece Stoltenberg se encuentra por debajo de sus rivales. Dado que el 9 de septiembre se llevarán elecciones en Noruega, el ministro decidió conducir un taxi en Oslo: Oír la opinión de la gente es importante para mi trabajo como primer ministro"… "en los taxis, la gente dice realmente lo que piensa". La transfiguración del político en taxista, muestra en un video las conversaciones del ministro con pasajeros sobre educación, política petrolera y los sueldos de los altos cargos empresariales.
Dado que el Partido Laborista se encuentra tres puntos por debajo de la derecha es válido acusar a los asesores de Stoltenberg de sensacionalistas al colocarlo al volante de un taxi. Puede también considerarse que lo inverso sea lo correcto; preocupados por su declive, el Partido Laborista decidió interesarse, vía primer ministro, por la opinión de la ciudadanía. Los taxistas, ya lo he escrito, son una especie de laboratorio social y termómetros inmejorables. Su ir y venir por toda la ciudad los convierte en geógrafos experimentados. Su diálogo continuo con los pasajeros, unos ricos, otros pobres, unos profesionistas, otros empleados, unos honestos, otros políticos, unos foráneos y otros clientes asiduos los transforma en cronistas y retratistas (me sorprende que no haya taxistas escritores).
Sabedor de esas cualidades y conocedor de sus debilidades el ministro noruego decidió darse un baño de realidad y de crítica, aunque, Perogrullo dixit, nadie ha de suponer que los pasajeros hayan expresado sus ideas sin ambages y nadie es tan ingenuo como para entender la fuerza mediática y la edulcoración de la maniobra; de hecho, cinco de los 14 pasajeros fueron contratados a priori. Sin embargo, sobre esas verdades prevalece la idea del político honesto, autocrítico, transmutado en taxista.
Lo de Stoltenberg me entusiasmó no por querer contratarlo (después de dos o tres cuadras en el Distrito Federal optaría por estacionar el taxi). Su actitud entusiasma: recoge de viva voz opiniones, viaja sin guardaespaldas, intenta comprender errores. Dejar unas horas al mes los pasillos de las casas gubernamentales y transformarse en taxistas podría ser una nueva definición de Primer Mundo. El entusiasmo, lamentablemente, cobra fractura y deprime ya que nos regresa a nuestra realidad: ¿cuándo uno de nuestros presidentes dejará Los Pinos y manejará un taxi?
(Médico)