En literatura, el odio es homenaje. Esto que puede sonar a frase hueca es una verdad de a kilo que comprendí en Isla Negra, en Chile, hace más de diez años. Recuerdo la frase hoy que inicio un viaje que tocará, entre otros puntos, este pueblito que ni es isla ni es negra, pero que sobrevive en los mapas cerca de Valparaíso, a la orilla del Pacífico.
Como la mayoría de los visitantes, llegué a Isla Negra atraído por el fantasma de Pablo Neruda. El poeta cuenta en sus memorias que se instaló allí al regresar de uno de sus tantos viajes. Lo cuenta así: "Encontré una casa de piedra frente al océano, en un lugar desconocido para todo el mundo, llamado Isla Negra. El propietario, un viejo socialista español, capitán de navío, don Eladio Sobrino, la estaba construyendo para su familia, pero quiso vendérmela. ¿Cómo comprarla? Ofrecí el proyecto de mi libro Canto general, pero fue rechazado por la Editorial Ercilla, que por entonces publicaba mis obras. Con ayuda de otros editores, que pagaron directamente al propietario, pude por fin comprar en el año 1939 mi casa de trabajo en Isla Negra".
No debió ser fácil para una pequeña comunidad de pescadores asimilar la presencia de Neruda, que atraía a una población flotante de periodistas, políticos y otros escritores. Cuenta el poeta, por ejemplo, un malentendido que ocurrió con uno de sus mascarones de proa. La escultura de madera que representaba una mujer había sido arrancada de un barco, y él decidió colocarla en el jardín, frente al mar. Pero un día descubrió que un grupo de mujeres habían saltado la cerca de su casa, habían encendido velas y rezaban arrodilladas frente al mascarón, al que confundieron con una santa. El fin de la historia nos lo cuenta Neruda: "tuvimos que desilusionar a las creyentes para que no siguieran adorando con tanta inocencia a una imagen de mujer marina que había viajado por los mares más pecaminosos de nuestro pecaminoso planeta. Desde entonces la saqué del jardín y ahora está más cerca de mí, junto a la chimenea".
Muchos años después, cuando visité la casa, era ya una atracción turística. Bajo la arena, los huesos del poeta tienen vista al Pacífico, pero siguen sin tener descanso: los periodistas y los escritores lo visitan constantemente, y el sitio se ha vuelto además un lugar de peregrinación para lectores fervientes y parejas de enamorados que graban sus nombres en los tablones de la cerca, junto a sus versos favoritos en la constelación nerudiana.
Con todo, el mejor homenaje que recuerdo para Neruda no ocurrió dentro de la casa, sino afuera. En la acera de enfrente un hombre había improvisado un estudio al aire libre: apenas una mesita plegable sobre la que descansaba una máquina de escribir. Sentado de espaldas a la casa, aporreaba el teclado de la vieja olivetti. Se volvió a verme un segundo y murmuró una frase de la que sólo comprendí el remate: "idiota".
Intrigado, le pregunté que había dicho. "Dije que Neruda era un idiota", repitió, y siguió tecleando. Ignoré el comentario, a todas luces una provocación. Seguí caminando. No avancé tres pasos, cuando escuché: "yo soy el poeta más grande de Chile". Aquello azuzó mi curiosidad y me volví a ver lo que estaba tecleando. El hombre inclinó su cuerpo flacucho para cubrir el papel, como si le preocupara que fuese a robarme sus versos recién pescados. Luego hurgó en una bolsa y sacó un libro rústico, muy mal empastado, y lo extendió hacia mí: "aquí tienes uno de mis libros". De pronto el personaje me pareció quijotesco: sentado de espaldas a la casa de un Nobel, tecleando versos al aire libre, renegando de la tradición, a contracorriente como un charal con vocación de salmón.
Iba a tomar el ejemplar cuando el sujeto agregó: "los vendo baratos". Entonces comprendí: "Usted dice que Neruda es un idiota, le dije, pero debe ser mucho más idiota usted, que vive cobijado por su sombra". El tipo se quedó vociferando no sé que cosas. Pero a mí me quedó claro que, en literatura, el odio es homenaje.
Comentarios: @vicente_alfonso