¿A quién no le ha ocurrido que sale a un centro comercial a comprar un regalo y acaba fastidiado, sin decidir qué comprar? ¿O que al elegir una computadora ve tantas marcas y modelos que termina confundido, sin saber cuál es la mejor opción? Esa insatisfacción, cada vez más común, es causada por dinámicas comerciales en las que participamos incluso sin darnos cuenta. Para tomar mejores decisiones de compra ayuda mucho un consejo que hemos escuchado miles de veces: comparar la calidad y el precio.
Esto que parece muy sencillo comienza a dificultarse en cuanto nos metemos a definir el concepto "calidad". ¿Que sea caro? No. Allí ya estamos hablando otra vez de precio. ¿Que no se deforme y no se rompa fácilmente? Tampoco: una plastilina de buena calidad es aquella que se deforma y se rompe fácilmente… Y eso, sin hablar de productos tan abstractos como un buen libro o un buen seguro médico.
Definir calidad es difícil porque no sólo tiene que ver con la mercancía, también tiene que ver con la necesidad que pretendemos satisfacer. Un producto que para mí es de calidad puede no serlo para mi vecino. Esto que parece difícil de aterrizar se explica muy bien con un ejemplo cotidiano: basta ir al mercado y pedir un kilo de aguacates para que el vendedor nos haga una pregunta: ¿los quiere para ahorita? Nuestra respuesta sirve al vendedor para fijar un estándar de calidad: si decimos que sí, que son para ahorita, escoge frutos maduros, un poco blandos al tacto. Si la respuesta es otra, por ejemplo "para usarlos en la semana", el criterio es distinto: buscan frutos más tiernos, que aguanten más tiempo sin echarse a perder.
El problema es que buena parte de los objetos que adquirimos son mucho más complejos que un aguacate: desde un desodorante hasta un automóvil, los productos tienen cada vez más características, y entre una nube de propiedades es difícil identificar cuáles son esenciales y cuáles son añadidas. Esto se agrava con el ruido que introduce la publicidad: basta pasarse una barra por las axilas para que las personas del sexo opuesto comiencen a caer rendidas a nuestros pies. Al final del camino consumimos satisfactores que nos prometen beneficios que nada tienen que ver con sus cualidades esenciales.
La otra trampa es pensar que más opciones nos coloca en una mejor posición como consumidores. Esto no necesariamente es así. Es cierto, la posibilidad de elegir mejora nuestra calidad de vida porque nos permite controlar nuestro destino, pero es equivocado creer que cualquier decisión cambiará nuestra vida. Estudios recientes demuestran que un exceso de opciones no genera bienestar: por el contrario, puede desembocar en insatisfacción e incluso conducir a la depresión clínica.
"Nos hacemos un flaco favor al equiparar de forma demasiado automática la libertad con la capacidad de elección, como si al aumentar el número de opciones disponibles incrementáramos necesariamente la libertad", señala Barry Schwartz, autor de Por qué más es menos, la tiranía de la abundancia (Taurus, 2005). "Muy al contrario, creo firmemente que sacamos el máximo provecho a nuestras libertades cuando aprendemos a elegir bien las cosas que tienen importancia, al tiempo que evitamos preocuparnos demasiado por las que no la tienen".
Profesor de Teoría y Acción Social en Swarthmore College, Pennsylvania, Schwartz explica que "comprar la marca equivocada de galletas no tiene consecuencias importantes desde el punto de vista emocional o financiero", y por esa razón no tiene sentido dedicar mucho tiempo a elegir cuáles galletas compraremos en el súper. Generalmente acostumbramos comprar una marca, sin cuestionarnos demasiado si debemos probar otras. Así pues, antes de meternos en un laberinto de opciones, es útil identificar dos elementos: si se trata en verdad de una decisión importante para nosotros, y exactamente qué necesidad buscamos satisfacer con esa compra.
