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El Síndrome de Esquilo

SOR JUANA Y EL MP3

El Síndrome de Esquilo

El Síndrome de Esquilo

VICENTE ALFONSO

Quisiera comenzar con una pregunta que espero no ofenda por obvia: ¿Cuál es la naturaleza del rock? O más claro aún ¿Qué hace al rock ser rock? Cuando en 1954 sonaron por primera vez los acordes de Rock around the clock de Bill Haley, el mundo supo que estaba ante algo nuevo: algunos lo ignoraron, otros se alarmaron y unos cuantos más lo disfrutaron. Hoy, cincuenta y nueve años después, el rock es un próspero negocio global. El cd, el Mp3 y la Internet, bit a bit, vuelven cada vez más cotidiano el milagro aquél de los panes y los peces. En un abrir y cerrar de iPod ya tenemos la rolita deseada en el bolsillo. Desodorantes, frituras, teléfonos móviles y cervezas son vendidos bajo la etiqueta de quien encarna al Lázaro del Siglo XX: el rockstar. Sin embargo, todavía hay quienes siguen argumentando que el rock es una locura pasajera que habrá de morir tarde o temprano; seguramente así será, pero no hay por qué tener el ataúd tan a la mano.

Hace rato que estamos pisando el Siglo XXI, y las nuevas tecnologías saturan las comunicaciones como nunca antes. Para los más jóvenes, el espacio virtual ya no es novedad sino el área cotidiana: blogs, chats, redes sociales por internet parecen confinar el mundo a una lata de sardinas. Y en el interior de esa lata, comunicar es consigna… y negocio.

Hoy, la distancia entre una idea y su difusión ante millones de lectores potenciales puede ser salvada con un simple mensaje de texto. Aún dentro de casa permanecemos conectados gracias al facebook y el messenger. Pero tener más formas de comunicarnos no implica necesariamente que tengamos más ideas, ni que estemos diciendo más. Hay quien argumenta que esta inmediatez en las comunicaciones está generando una grave anorexia en los contenidos; y que así cualquier discurso, por legítimo que parezca, se transforma en algo cada vez más efímero y desechable. El arte, el discurso humano por excelencia, se ha vuelto volátil, inasible, y en el peor de los casos se ha transformado en un anzuelo al servicio del mercadeo y el consumo.

Con la proliferación del mp3 y el mp4, la industria de la música se ha convertido en maremoto. El disco, que antes se pescaba con anzuelo, hoy se pesca con dinamita, y la canción, principal tabique de la pirámide discográfica, se nos desmorona entre las manos. Como el mítico Orouboros, la serpiente ha terminado mordiéndose la cola. En las pantallas de cristal líquido las palabras mueren aplastadas por la inminencia del video, y la música ya no se mide por compases sino por el espacio que ocupa en nuestro disco duro.

Para quienes aspiran a escribir canciones, el contacto con la historia y las tradiciones líricas propias del idioma resultan herramientas indispensables. El conocimiento de la ruta que nos ha traído hasta acá garantiza la conformación de identidades colectivas que no dependan de los ventarrones comerciales. De muy poco nos servirá tener a Sor Juana en los billetes si antes no establecemos un diálogo con ella. Tal vez no sea tarea de todos, pero sí de quienes heredan el tintero. Porque ya desde el siglo pasado, la forma más común que han elegido los versos de todo el mundo para ser escuchados no es el libro, sino también el disco. Y no es nada para sorprenderse porque, desde el principio, el verso no existe sino en el tiempo.

Hace rato que el rock es el lenguaje de los jóvenes alrededor del mundo, pero no se es emo de igual manera en Picadilly street que en la glorieta del metro Insurgentes, y el punk que deambula por Washington no es el mismo que arrastra los pies en Ciudad Neza. Estas particularidades sólo pueden expresarse a través de nuestra propia lengua y desde nuestras propias voces. Por ello es importante establecer el diálogo con todos aquéllos que han contribuido a que el tren de nuestro lenguaje continúe. Bajo esta perspectiva, y tratándose de aprender a domar el verso, José Gorostiza, José Alfredo Jiménez y Efraín Huerta resultan tan buenos cómplices como Keith Richards, John Lennon o Eddie Vedder.

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