En agosto de 1886 el ingeniero norteamericano Albert Keensey Owen se declaró en busca de cien pioneros dispuestos a afrontar el trabajo duro que implicaba levantar una nueva ciudad. Se proponía fundar una colonia agrícola organizada bajo un esquema distinto al capitalismo, en donde no estuviera permitida la explotación de un hombre por otro, y tanto el trabajo como la producción se repartieran equitativamente entre todos los habitantes. Provista de puerto y enlazada a un ambicioso proyecto ferroviario, la nueva ciudad serviría de enlace entre el este norteamericano y el Continente Asiático. Se esperaba que esos factores favorecieran el desarrollo de una ciudad cosmopolita comparable a la mejor de Estados Unidos.
La respuesta a la convocatoria rebasó las expectativas. En California, Colorado y Wyoming hubo familias que vendieron sus propiedades y se dispusieron a partir. O quizá sería mejor decir que se dispusieron a venir, pues la región elegida para fundar la nueva ciudad estaba en México: era la bahía de Topolobampo. Pero fue un comienzo accidentado: en noviembre de 1886 arribó a la bahía un primer grupo de norteamericanos -veintidós adultos y cinco menores- dispuestos a fundar una sociedad sin clases. La situación no era fácil: no existían instalaciones para garantizar el abasto de agua potable, en Guaymas había una epidemia de viruela que amenazaba a los niños y los alimentos escaseaban, pues las últimas cosechas habían sido malas. Tales dificultades no amedrentaron a los pioneros: para diciembre la población era de cerca de 300 personas, que dormían en tiendas de campaña y comían lo que encontraban.
Desde el primer momento la cooperación fue la regla. Para resolver las necesidades más apremiantes se dividieron en grupos: unos acarreaban agua potable, otros se dedicaban a pescar y a recolectar huevos de aves marinas, algunos más a levantar las primeras construcciones. Quedaba claro que para convertir aquello en una cooperativa agrícola tenían mucho trabajo por delante.
Aquel sueño duró diez años. Un hecho clave fue que, en marzo de 1889, ingresó al proyecto Christian B. Hoffman, un próspero industrial de Kansas que se mostró interesado en la reforma social. Su presencia dio un nuevo impulso a la colonia, pues se realizaron obras de irrigación. Pero Hofmann planteó el problema de la propiedad individual de la tierra. En realidad estaba más interesado en la rentabilidad de aquellas tierras que en la construcción de una sociedad sin clases. Ante la negativa de Owen de cambiar las reglas, los colonos se dividieron en dos bandos: los partidarios de Hoffman llamaron "santos" a los de Owen y éstos a su vez llamaron "pateadores" a los de Hoffman. Las dificultades entre los grupos se agravaron a tal grado que debió intervenir el gobernador del Estado (quien llegó a la colonia acompañado de guardias armados) para impedir que corriera la sangre.
Desilusionados del capitalismo y sus excesos, aquellos pioneros pretendían demostrar que es posible construir una sociedad justa, sin explotación. No se trataba de una búsqueda individual, ni del disparate de un loco: desde que en 1824 arribó a Estados Unidos el célebre socialista galés Robert Owen para poner en práctica sus teorías de reforma social, los experimentos de esa índole habían brotado como hongos por el territorio norteamericano: tan sólo entre 1824 y 1826 se fundaron once comunidades utópicas en Indiana, Nueva York, Ohio, Pennsylvania y Tennessee. En 1848, en territorio texano, un grupo de franceses liderados por Etienne Cabet estableció una colonia llamada Icaria que logró sostenerse hasta 1895. Resultado de esa aventura es el libro Viaje por Icaria, novela que describe el ambiente de una sociedad sin clases.
Más de un siglo después de que los pioneros desembarcaran en la bahía de Topolobampo, el mundo sigue preguntándose si es posible construir una sociedad sin clases sociales. La pregunta continúa desvelando a politólogos, economistas, teólogos y, por supuesto, juristas.
@vicente_alfonso