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El terror y el olvido

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La violencia transforma el miedo a lo sobrenatural en miedo a lo real y lo posible. En el último lustro, buena parte de la sociedad lagunera ha sido víctima y testigo de un nivel de atrocidad que hace una década hubiera resultado inimaginable. Para el común denominador de la población, el terror era una sensación motivada por alguna leyenda de fantasmas, una película o noticias de hechos que ocurrían en otras latitudes. De pronto, el terror inundó nuestras ciudades. Asaltos, extorsiones, secuestros, desaparecidos, asesinatos masivos, colgados, descuartizados. Para muchos, salir a la calle resulta angustiante. Citando a Carlos Velázquez, autor de El karma de vivir al norte, apabullante y personalísima crónica de los últimos cinco años de la Perla de la Laguna, "vivir en Torreón se convirtió en la peor de las plagas". La violencia real sacó el terror de las pantallas y lo puso en nuestras calles.

Pero la violencia estaba ahí, incubándose en las colonias marginadas hacia donde el Estado se negaba a voltear; en la porosidad y corrupción de las instituciones; en la permisividad general de la sociedad. Sólo era cuestión de tiempo para que el coctel estallara en una región en donde el narcotráfico había sentado sus reales desde hace décadas, por su ubicación geográfica y su vulnerabilidad. La lucha de los cárteles, aunada a una errática estrategia de combate al crimen en los tres niveles de gobierno, sobre todo el federal, desató un baño de sangre en la región que hasta hoy ha dejado, en datos oficiales, alrededor de cuatro mil homicidios dolosos de 2007 a la fecha. Miles de familias mutiladas. Decenas de miles de personas atemorizadas.

"Hoy el terror está implantado en prácticamente toda la ciudad", dice el psicólogo Roberto López Franco, catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila, en una nota de la periodista Edith González publicada por El Siglo de Torreón la semana pasada. El miedo a ser asesinado, a ser encontrado por una bala perdida, a ser secuestrado, a estar en el lugar y el momento equivocados. Miedo a ser una víctima más camino al trabajo, a la escuela, a la casa de un amigo o dentro de un restaurante. El único lugar seguro parece ser la casa. Y por eso las rejas, las bardas, los guetos. Muchos creen que el encierro, el aislamiento y la desconfianza son las únicas opciones. Pero eso a la larga sólo hará que se agudice el problema. Los muros dividen, la falta de confianza fractura a las sociedades.

Pesa una realidad como enorme losa. Hasta hoy hemos sido incapaces de articular soluciones contundentes frente a la violencia. Existen intentos, pero hasta ahora son sólo eso y de corto alcance. Las autoridades parecen más preocupadas en mostrar sus cifras alegres. "Va bajando tal índice, hemos detenido a tantos delincuentes". Pero, mientras tanto, los cárteles siguen operando e imponiendo su ley en ciertos territorios urbanos y rurales. ¿Cuántos no han escuchado las recomendaciones: "no entres a tal sector, no transites por esa carretera, no te vuelvas blanco de los delincuentes"? El miedo se ha vuelto parte de nuestras vidas. Si algo te sucede, es que no te cuidaste lo suficiente. De la incapacidad institucional a la irresponsabilidad del ciudadano afectado. Así de absurdas pueden llegar a ser las cosas.

Por lo anterior, no es de extrañar la falta de memoria social respecto a las víctimas. Si deseamos sanar todas las heridas y superar el estado de terror, deberíamos empezar por saldar la deuda que como sociedad tenemos con quienes tuvieron la mala fortuna de caer en las garras de los criminales. Salvo sus deudos, las ciudades de La Laguna, y en general del país, no recuerdan a las víctimas. Entre el miedo, la indiferencia, la desconfianza y el afán de la autoridad de criminalizar al afectado, sólo queda espacio para el olvido. Entonces, sin memoria, el temor se alimenta a sí mismo. Las víctimas se convierten sólo en una estadística a la que hay que evitar pertenecer. Pero pocos se cuestionan sobre el esclarecimiento de los hechos, el futuro de los deudos, el destino de los huérfanos, las condiciones que propician toda esta destrucción.

Tengo la oportunidad de participar ahora en el Programa para Periodistas "Edward R. Murrow" en los Estados Unidos. El programa incluye una visita a Oklahoma City, una ciudad mediana del medio oeste que también ha sido golpeada por el terror, aunque de forma distinta. El 19 de abril de 1995, un día como cualquier otro, dos personas hicieron estallar un camión cargado con fertilizantes frente al edificio federal Alfred P. Murrah. En el atentado murieron 168 personas, entre ellas 19 niños. El hecho cimbró a una sociedad que se mostraba confiada en su progreso. La irracionalidad del acto y la tragedia derivada del mismo aplastó el ánimo de una ciudad inmersa en su vida cotidiana. De manera sorprendente, Oklahoma City se repuso, con la participación de sus pobladores y la ayuda de otras ciudades estadounidenses.

Sobre la catástrofe y los escombros, en medio del terror, la ciudad construyó un monumento conmemorativo, un museo memorial y el Instituto para la Prevención del Terrorismo. "Nunca olvidaremos", se lee en una fotografía tomada a un vehículo de la Policía local días después del atentado. Frente a las 168 sillas vacías de los ausentes, que forman parte del monumento, hay un árbol sobreviviente a la explosión que simboliza la fortaleza del ánimo de una ciudad. Cerca del árbol se lee una leyenda: "El espíritu de esta ciudad y esta nación no será derrotado; nuestra fe tan fuerte nos sostiene". Dentro del museo, entre otras cosas, está la imagen de cada una de las 168 víctimas y parte de sus historias. No sólo los responsables de este acto fueron detenidos y procesados, sino que además la ciudad erigió un poderoso símbolo para nunca olvidar a los fallecidos, un símbolo que la ayudará a sobreponerse al terror. Hay una gran lección en todo esto.

Como sociedad, en La Laguna, hemos olvidado a nuestros muertos y desaparecidos. No sólo la impunidad lacera, también la falta de memoria carcome. Sólo una sociedad activa puede poner fin al círculo de la violencia. Para eso, hay que hacer que las instituciones funcionen para eliminar la impunidad y atajar el problema de fondo; que se resarza al menos una parte del daño sufrido por las familias golpeadas y recordar a quienes, sin deberla, han terminado convertidos en una estadística inhumana y atroz.

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O por correo electrónico: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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