El siglo XIX fue un espacio de tiempo donde prosperaron los imperialismos europeos, sobre todo al invadir mercados asiáticos y hacerlos comerciar a fuerzas a través de sus puertos. Uno de esos casos, patéticos, fue China, a quienes los ingleses obligaron a comerciar bajo sus propias condiciones, sobre todo el opio, que se volvió un producto que producía ganancias fabulosas y se podía intercambiar por otros productos como las sedas y las porcelanas, que se llevaban a Europa y los Estados Unidos.
Los estragos producidos por esa droga la sufrían los chinos, pero les importaba muy poco a los capitalistas europeos que únicamente veían las ganancias, y bajo las leyes del capitalismo brutal era lo único importante.
El pueblo Chino hubo de levantarse en la rebelión de Taiping y en la rebelión de los Boxer, derrocando a la dinastía Quin y cambiando la historia de China.
Nuestros políticos parecen buscar los caminos fáciles para resolver los problemas. Legalizando la droga deja de ser delito lo relacionado con ella y se vuelve industria productiva que puede producir fabulosos dividendos. Los estragos sociales que se deriven pasan a segundo grado, como sucedía en China, y hasta se abarata el producto.
Tal vez haya que referirse a la prohibición americana de la venta de alcohol en los años treintas y todo lo que resultó de ello, que ha dado tema a infinidad de películas, y cómo fue remedio dar marcha atrás a la ley seca que nosotros como tercermundistas seguimos aplicando en los fines de semana.
Será benéfico o no lo que resulte de legalizar la marihuana, no estamos seguros. El problema es doble: si por legalizar el delito deja de ser problema, al rato vamos a querer legalizar todos como fórmula mágica para acabar con la delincuencia.
Aquí el problema es de cultura y de decadencia social. La historia nos lo dice: los pueblos que han llegado a la cúspide y después han caído es porque se han dejado seducir por los placeres de la vida y han olvidado lo que los llevó a la grandeza: el trabajo constante y el dominio de sí mismo. Cuando se puede gozar de todos los placeres de la vida es cuando comienzan las decadencias.
La relación del vicio con el hombre es la de dominio; quién domina a quién. La cultura enseña a dominar las cosas, a utilizarlas para sacarles un beneficio. El vino produce un placer cultural, pero cuando te dejas dominar por el vino, entonces te destruye, porque puede hacerte perder la conciencia. El saber tomar significa conocer cuál es tu medida, y la última copa para que seas tú el que domina. Se bebe para gozar de un placer, no perderse en las brumas del alcohol.
El problema con nuestra cultura es que los jóvenes aprenden a beber para perder la conciencia y se sienten soñados cuando llegan a ponerse ebrios. Eso es no saber beber; al dejarse dominar por la copa, la única manera de vencer el vicio será no bebiendo, lo que enseñan alcohólicos anónimos, y eso es prohibirte el pequeño gusto que puede producir el vino tomado en sus debidas proporciones.
Lo mismo pasa con el cigarro, nos enseñan a ser hombres fumando, como si ello costara esfuerzo. (Costará el día que sufras los efectos del tabaco: un cáncer, un enfisema y la hombría será darle la cara a ese sufrimiento y a los de quienes te rodean). Fumarse un buen puro de vez en cuando sería un placer grato.
Por lo general, los vicios son difíciles de controlar; hasta los refrescos de cola tomados en exceso producen estragos en la salud. La hombría consiste en dominarlos y muy pocos logran el éxito, sobre todo cuando vives en una cultura que no te ha enseñado a relacionarte en buena forma con ellos. Si no existe este aprendizaje, el abatir la prohibición será dar rienda suelta a los instintos, a utilizar los productos hasta ahora prohibidos en forma desproporcionada con las consecuencias sociales que esto implica.
Pero en fin, nos estamos acostumbrando a dejar hacer y dejar pasar, a que nuestros políticos pierdan de vista lo que el pueblo mexicano es. Vamos dando tumbos sin ver hacia dónde nos lleva dejarnos llevar por la corriente.