Simultáneamente, tres personajes clave para entender al nuevo mundo del espionaje, de las filtraciones y de la dicotomía seguridad nacional/privacidad personal enfrentan momentos determinantes: Julian Assange, Bradley Manning y Edward Snowden están recluidos por motivos similares y de alguna forma interconectados.
Assange, el fundador y dirigente icónico de WikiLeaks, se encuentra encerrado en Londres, en la embajada de Ecuador, país que le otorgó asilo político. En violación si no de la letra entonces del espíritu de convenios internacionales, Inglaterra no le permite abandonar su territorio y volar a Ecuador. El crimen, o supuesto crimen, de Assange: una extraña acusación de violación en Suecia por parte de una mujer que lo invitó a pasar la noche y que casualmente decidió denunciarlo después de que surgieron todos los documentos que a continuación se mencionan. Otra mujer lo acusó, casi al mismo tiempo, de "molestarla" sexualmente.
WikiLeaks se dedica a ayudar a individuos a divulgar información secreta o confidencial que consideran que el público debe conocer. Si bien en sus orígenes estaba enfocada a los whistleblowers o delatores corporativos, saltó a la fama en 2010 cuando difundió primero un video que mostraba a un helicóptero estadounidense abriendo fuego sobre civiles, incluidos dos periodistas de Reuters, en Irak, y poco después publicó miles y miles de cables clasificados del Departamento de Estado de EU, en los que se analizaban o discutían lo mismo banalidades que asuntos más de fondo.
Si bien ninguno de los cables era top secret, la difusión de los mismos generó múltiples enredos y fricciones con gobiernos extranjeros, por no hablar del monumental bochorno que significó ver el nivel tan superficial de los "análisis" de los diplomáticos estadounidenses, de columneja política apenas.
El soldado raso Bradley Manning, un analista de cuarta del ejército estadounidense, tuvo acceso a esos cables y al video, y reconoce haberlos proporcionado a WikiLeaks. Hoy está acusado, entre otras muchas cosas, de "ayudar al enemigo", y enfrenta la posibilidad de cadena perpetua en cuanto concluya su juicio, que está en su etapa final. Pudo haber sido condenado a muerte, pero la fiscalía "generosamente" renunció a esa opción, a pesar de que le llama un traidor a la patria. En cualquier momento conoceremos el veredicto del juez en su caso.
Edward Snowden bien podría estar protagonizando la película aquella de La Terminal, en la que Tom Hanks hace el papel de un personaje cuyo país desaparece y que al perder su nacionalidad se queda atrapado a vivir en un aeropuerto, sin documentos válidos para continuar su viaje. Snowden no es actor, pero logró la fama cuando dio a conocer los alcances de uno de los programas de espionaje más ambiciosos, y por supuesto secreto, del gobierno estadounidense. Como en toda historia de espionaje, el programa tiene un nombre misterioso, PRISM, y es el que se encarga de recolectar, para la Agencia Nacional de Seguridad de EU (el equivalente doméstico de la CIA) cantidades inimaginables de información de individuos de todo el mundo, incluido, por supuesto, EU. La información recabada incluye, pero no se limita a, correos electrónicos, registros de búsquedas en Internet, comunicaciones en redes sociales, fotos, videos, archivos y registros de llamadas telefónicas. Gracias a Snowden, hoy el mundo y los estadounidenses saben lo que espía y recopila la mayor democracia del mundo, adalid de las libertades y derechos ciudadanos.
Al igual que a Manning y Assange, a Snowden lo busca la "justicia" para castigar lo que en teoría debería ser un acto de transparencia libertario. Estos hombres son espías y delatores, sí, pero de conductas incorrectas, reprochables, ilegales o anticonstitucionales. Si fueran rusos, chinos, norcoreanos o cubanos serían celebrados y protegidos como héroes por los mismos que hoy buscan encarcelarlos. Más allá del desenlace de cada una de estas tres historias, conviene reflexionar acerca de los alcances de la intromisión de los gobiernos en la vida privada de los ciudadanos, en todas partes del mundo. Conductas que creíamos exclusivas de regímenes totalitarios son cotidianas para los supuestamente más democráticos. Y la realidad refleja una vez más la ficción. Desde su tumba, George Orwell nos observa mientras hojea, divertido, un ejemplar de su 1984.
@gabrielguerrac
Internacionalista