A pocos días de haber recibido al Presidente de Estados Unidos en visita de trabajo, nos disponemos a dar la bienvenida, en visita de Estado, al Presidente de la República Popular de China.
Las dos visitas, la de Estados Unidos y la de China, subrayan dos grandes opciones que la estructura de la globalización ofrece a nuestro país. Podemos continuar ahondando la vinculación que con los años se ha formalizado dentro del esquema del TLCAN, o bien, iniciar la exploración de nuevos horizontes que una relación operativa racional con China representaría para nuestra economía y cultura.
Es interesante notar que en cada uno de estos países se está realizando una transformación de sus propias estructuras. Por una parte, Estados Unidos, desgastado con décadas de esfuerzos de guerras y minada su economía, lucha por vencer la recesión pertinaz que le aqueja. La discusión legislativa en materia de migración es más bien sobre un problema sociopolítico interno que de naturaleza económica. El crecimiento de ese país está seriamente comprometido. Sus repercusiones las sentimos en México en términos de una desaceleración de nuestras propias perspectivas. No hay, sin embargo, duda de que nuestra relación con nuestro vecino del norte es permanente y siempre tendrá que sortear las naturales oscilaciones económicas que se presenten.
El caso de China, que ha mostrado un vigor inusitado durante todo el proceso de transformación hacia una economía capitalista, es diametralmente distinto. Pese a que sus últimos datos indican que los costos internos particularmente de su mano de obra, ya comienzan a erosionar la imponente ventaja comercial con que China ha dominado los mercados internacionales, el empuje de las inversiones chinas buscando insumos para su voraz economía, es una realidad que nos será más familiar. Esta búsqueda significa inmensas oportunidades y es tan trascendental para nosotros como lo son las perspectivas económicas con Estados Unidos.
Las inversiones extranjeras para explotar nuestras materias primas y fuerza laboral no se detendrán, entre otras razones, por lo atractivo de nuestra ubicación privilegiada que es un factor logístico crucial para los intercambios de la globalización. Es a nosotros que corresponde asegurar que tales inversiones concuerden con nuestras metas de desarrollo y no nomás las de otros.
Es el momento para que México opte por su propia estrategia de desarrollo en lugar de mantenerse atento a las decisiones ajenas. Las actividades que hemos ya alcanzado en lo agropecuario e industrial además en servicios, acreditan el gran potencial que espera ser desatado por nosotros mismos, para aprovechar a cabalidad los recursos humanos y materiales de que disponemos.
Ni siquiera en los regímenes políticos más centralizados se ignora que el desarrollo socioeconómico nacional es el resultado del esfuerzo compartido entre la autoridad y los productores reales. Esto es aún más definitivo en sistemas democráticos donde se aspira a un reparto equitativo de esfuerzos y ganancias. Para que nuestro desarrollo sea sólido y dinámico se necesita que los productores aporten su talento, recursos y acción en lugar de dejarle, como hasta ahora, la responsabilidad al gobierno reservándose el cómodo derecho de crítica a las decisiones públicas.
La iniciativa privada, desde la microindustria hasta las multinacionales mexicanas tiene que participar en las decisiones estratégicas sobre el grado en que nuestra economía, con su fuerza laboral y recursos, ha de acoger y articular las propuestas tanto chinas como norteamericanas. Las decisiones sobre las facilidades que México otorga a empresas occidentales o asiáticas para su establecimiento y operación afectan la vida futura de 110 millones de ciudadanos.
La experiencia que tenemos de la participación de la iniciativa privada en las decisiones más profundas de nuestro desarrollo, no es muy alentadora. La actitud del empresariado mexicano ha sido más bien la de proponer sin acometer metas definidas.
Es necesario que los organismos cúpula de nuestra iniciativa privada participen, al lado de las secretarías de Estado y organismos públicos correspondientes consensuando el diseño y ejecución de la estrategia nacional de desarrollo. Esto será mucho más efectivo en la práctica que la lectura de la interminable enumeración de propósitos que están en el Plan Nacional de Desarrollo que por ley el gobierno tenía que registrar.
juliofelipefaesler@yahoo.com