“Para tener la lengua larga, hay que tener la cola corta”.
Definitivamente en México no aplica el modelo norteamericano, pues como dijo Miguel de la Madrid: "el poder es muy celoso". Aquí, de Los Pinos y sus reflectores, sales volando y sin escalas a la obscuridad y el ostracismo, divagas sin brújula, la reinvención supone una empresa titánica, casi imposible, que muy pocos logran. Fracasar como presidente te condena al destierro, las segundas oportunidades, como sucede con los gringos, no existen.
No, aquí somos tajantes en nuestros juicios y en la forma en la que valoramos a los expresidentes; caben el negro o el blanco, pero jamás los matices. Así fuimos educados, equivocadamente, en la escuela: bajo el supuesto de héroes y villanos, de buenos y malos. Nos enseñaron a venerar a Juárez y, del mismo modo, a odiar a Porfirio Díaz pues según nos dijeron, él fue culpable de todas y cada una de las desgracias ocurridas en los albores del siglo veinte.
La historia se escribe a largo plazo, apuntó por ahí un general, sin embargo los mexicanos evaluamos a priori, encumbramos a la clase política hasta el despropósito que implica creerlos casi dioses y tratarlos como tal pero, al tiempo, nos regocija verlos en desgracia y cuando caen, aprovechamos para lanzarles toda suerte de improperios para así curarnos la cruda moral y anímica, culpa y frustración, que nos causa haberlos elegido.
No, en México no ocurren a menudo casos como el de Jimmy Carter, quien pese a haber sido uno de los peores mandatarios del siglo veinte en Estados Unidos, hoy es valorado por su rol como figura internacional, que de la misma forma, echan mano distintos gobiernos a la hora de dirimir conflictos entre países a través del Centro Carter, como cuando la desgracia azota a tal o cual nación del tercer mundo.
Salvo Ernesto Zedillo, quien goza de prestigio como economista; es consejero de diversas empresas trasnacionales y vive tranquilamente en la Universidad de Yale, ningún expresidente de México -de los que hoy viven- ha sido exitoso a la hora de emular al modelo norteamericano donde los exmandatarios fungen como embajadores plenipotenciarios, detentan un enorme poder, cuya voz es escuchada y su opinión pesa. Pesa en serio.
De ahí quizá que para Vicente Fox, aunque le eche ganitas y conmine a los mexicanos a darle tratamiento de "señor presidente," y a aquilatar la dimensión histórica, baluarte y privilegio que en sus vidas significa el Centro Fox como estilan nuestros vecinos, resulte tan complicado imitar el modelo, convertirse y ser tratado como lo que durante su presidencia nunca llegó a ser: un estadista de altos vuelos.
Porque tal parece que bien pasada la estancia de Felipe Calderón en Los Pinos, Vicente Fox está de regreso, viene encarrerado, con ansias de cobrarle facturas a su predecesor, dispuesto a atender a cualquier periodista que se le ponga en frente con la enjundia y la verborrea acostumbrada, los dislates al por mayor en lo que él mismo define como "el sentido pragmático que le da haber sido Presidente de México", que de la misma suerte nos pidió echar al PRI de Los Pinos hace doce años y ahora, llama a cerrar filas con Enrique Peña Nieto.
Sin embargo sus disparates, la inconsistencia en el discurso, las incongruencias que observa, todo ello hace imposible tomarlo demasiado en serio. Vicente Fox es vernáculo, abona a la picaresca nacional y agita el caldo pero adolece de fondo, forma y substancia.
Hoy, desde una visión desparpajada, nos dice que hay que despenalizar la mota y estamos a poco, indican por ahí, de ver churros de marihuana con su nombre e imagen, cual el anillo en un puro. Viniendo de otro, probablemente tomaríamos sus dichos en serio, pero no, es Vicente Fox. A Fox dan ganas de abrazarlo con el mismo afecto con el que abrazaríamos a un compadre al cual sabemos bonachón, locuaz y ciclotímico: le tenemos cariño, pero hace mucho que le perdimos la confianza.
Porque Fox es Fox. Ahí la mayor de sus virtudes y el peor de sus problemas: esa boca incontinente que no controla ni deja de espetar lo primero que se le ocurre. Con Vicente Fox ya no se sabe, lo que sí sé es que la historia lo juzgó. Nunca podrá reinventarse como lo hizo Jimmy Carter. Su intentona de convertirse en una especie de expresidente norteamericano será un símil de lo que fue su gobierno: quedará entre azul y buenas noches, a medias, un buque que no deriva, pero que tampoco logra navegar.
Twitter @patoloquasto
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