Mientras que por un lado existen individuos como Hugo Chávez, los hermanos Fidel y Raúl Castro, y demás personajes que lastimosamente se aferran al poder, negándose a perderlo, condición que el político Henry Kissinger describía como "el estar bajo los influjos de un potente afrodisiaco", por el otro hay hombres del calibre de Benedicto XVI, quien en una muestra de humildad y desapego por las cosas -algo escasamente visto en nuestros tiempos- renuncia.
A Joseph Ratzinger, quien nunca quiso ser Papa, las circunstancias lo obligaron a conducir a la Iglesia Católica en lo que millones -creyentes o no- podemos calificar como uno de los momentos más críticos de dicha institución en la historia moderna. "Libertad es responsabilidad", asentó Benedicto XVI, teólogo y filósofo de excepción, quizá a modo de preámbulo, quizá vaticinando lo que fue, en retrospectiva, un pontificado de transición.
La iglesia precisa cambios y reformas de fondo que ni Juan Pablo II ni su predecesor, se atrevieron o quisieron realizar. La última vez que asistimos a cambios en el "estatus quo" eclesiástico, fue durante el pontificado de Juan XVIII, "el Papa Bueno", a través del Concilio Vaticano II.
Ello -el Concilio- implicó cambios en el Derecho Canónico, la celebración de la liturgia, un nuevo ecumenismo y mayor cercanía con los fieles. Desde entonces, bien sabemos, todo permanece más o menos igual. El gran reto de la Iglesia y del nuevo Sumo Pontífice, será admitir las fallas del pasado y adaptarse a las necesidades del presente.
Hoy, querido lector, el mundo es muy distinto e insistir en preservar ciertas doctrinas y cánones que datan de hace dos mil años, no es la forma ni el camino para atenuar la desbandada de fieles ni la crisis de fe; mucho menos cuando en el ánimo de la institución pesan los crímenes y abusos de curas pederastas para cuyas víctimas no existirá sosiego mientras de boca del mismísimo Pontífice no llegue la admisión de culpa total, absoluta y sin reservas que todos, católicos o no, estamos ávidos de escuchar.
Pese a todo, ni en la Iglesia Católica se siguen ya ciertos preceptos que en otros tiempos concebíamos como absolutos. A fines de los setenta, aquella milenaria tradición de que el Sumo Pontífice fuese italiano, se rompe con la llegada de un polaco -Juan Pablo II- que entre otras cosas fue artífice de la lucha en contra del comunismo y contribuyó, en gran medida, a ponerle fin a la Guerra Fría mediante su férrea denuncia de los peligros que ésta representaba. Posteriormente, un Papa alemán y ahora, en lo que ha significado un evento sorpresivo, por primera vez en la historia tendremos a un representante de América Latina en la figura de un argentino que nació en Buenos Aires, que tiene 77 años, que se llamará Francisco a secas y que, asombrosamente, es miembro de la Compañía de Jesús.
Pese al conservadurismo moderado que dicen caracteriza al nuevo Papa, si algo sé de los jesuitas -bajo cuya ideología fui formado- es que son el ala más pensante, abierta, contestataria, culta y progresista de la Iglesia. Para mí es la élite de los que se inconforman, cuestionan, se atreven a hacer preguntas incómodas y por ende, todo ello los conduce a la verdad que los hace libres.
Habiendo un jesuita en la silla de San Pedro, bien podríamos, finalmente, esperar vientos de cambio en una Iglesia que tu servidor, en ocasiones percibe muy lejana.
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