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Frenesí

OPINIÓN / MISCELÁNEA

Frenesí

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Adela Celorio

El tiempo es la forma en que la naturaleza evita que todo suceda al mismo tiempo.

En su libro Alterados, Federico Reyes Heroles nos cuenta que un pintor amigo suyo está convencido de que el alma es incapaz de viajar a más de setenta kilómetros por hora. “No sé de dónde sacó ese número, no tiene ninguna base científica pero poco importa. Acabo de aterrizar en el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam, pero estoy seguro de que mi alma viene muy detrás. Tardaré un par de días en reunirme con ella. Andaré mientras tanto des-almado”, escribe Federico.

Yo no acabo de cruzar el Atlántico en poco más de diez horas, pero igual ando des-almada. El tiempo me lleva mucha delantera y ya perdí la esperanza de alcanzarlo. Cuando apenas desempacaba al regreso de las vacaciones de verano -a mediados de agosto- en los almacenes de esta capital habían aparecido ya, adornados e iluminados, los árboles de navidad. Moños, luces, esferas, adornos. «Santacloses» musicales, nacimientos chinos, cajas y envolturas más suntuosas que los obsequios que contienen.

En octubre comenzaron los intercambios de regalos con sus respectivos brindis y las preposadas antes del Día de Muertos. Para diciembre mi navidad estará totalmente deshilachada. Si como afirma la biblia, todo tiene su tiempo bajo el sol, no entiendo cuál es la prisa. ¿Qué sentido tiene anticipar la navidad antes de que aparezcan siquiera las banderas de las fiestas patrias o los altares del Día de Muertos? No me atrevería a opinar sobre si tanta anticipación es buena o mala, lo que ocurre es que el tiempo se me echa encima, me oprime, me confunde.

Para los niños antiguos como yo, las celebraciones navideñas comenzaban con la primera posada. Vacaciones, pastorelas. Cantar la letanía y pedir posada con velitas encendidas. Piñatas, luces y villancicos. La alegría de que los tíos y los primos vinieran a casa para pasar esos días en familia. Coronas de adviento, un oloroso pino natural que mi padre bajaba del “Copalito” (un aserradero que mi abuelo tenía en las faldas del Pico de Orizaba). La emoción comenzaba con el remplazo de los foquitos de colores y la amorosa restauración de las piezas de barro del nacimiento: la manita quebrada del niño Jesús; el ala rota de un ángel, la trompa del elefante. El horno de la casa a todo lo que daba. Se cocinaban galletas, dulces, polvorones.

Cada familia preparaba sus mejores recetas para obsequiar a los amigos. Los pavos se llamaban guajolotes y «Santaclós» era un personaje extranjero que nada tenía que ver con nosotros. Lo nuestro era el aguinaldo, la colación, los cacahuates, las jícamas, las perfumadas mandarinas que junto con los tepalcates de la piñata, caían sobre las cabezas amotinadas de los niños. Debo confesar que yo nunca me arrojé a la piñata porque me daba el mismo miedo que me ha dado siempre arrojarme a la vida. Lo nuestro era la convivencia, la «juntedad».

La noche buena era una fiesta de abundancia y afecto. En la misa de gallo arrullábamos al niñito Jesús. Todo era lindo hasta que al calor de los vinos alguien sacaba a relucir sus resentimientos y no faltaban las discusiones. Entonces, la abuela levantaba la voz y todo mundo a callar. Éramos una familia de carne y hueso con emociones y sentimientos. Poco a poco, y con la presión de los medios y el tiempo que lleva mucha prisa, la dulzura de la navidad se convirtió en estrés.

Los signos de los tiempos son los “seis meses sin intereses”, el pavo y «Santaclós». Las apreturas, los empujones, las colas interminables. Gente apresurada, ansiosa, abrumada por el ruido y las imágenes; aislados en sus audífonos, hablando con sus artilugios digitales. Más que verse y hablarse, se fotografían todos contra todos. «Twiteando», chateando, ignorando a quienes estamos cerca para hablar con quienes están sabrá dios dónde. Ni un sí ni un no; pura indiferencia. ¿Será este frenesí lo que llaman vivir intensamente?

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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