Gaspar
México, espinudo y verde
Pablo Neruda
El paisaje se transforma al paso del tiempo bajo los ojos, la memoria y la conciencia. En las remotas épocas de la vida infantil, la reverberante naturaleza del altiplano zacatecano mostró su faz a un grupo de púberes, la fragante agudeza de la gobernadora mezclada con los colores efímeros de la alborada.
La enrarecida consistencia del oxígeno, pintaba de añil los sofocantes mediodías, acompañando los despertares del bajo vientre con destellantes fulgores de cara al sol. Amanecer fue entonces aproximarse, aún modorros, a los escuálidos corrales de varejones y alambre de púas; de piedra caliza apilada por los años y que en tiempos lejanos, contuvo la fiereza de las astas blancas de los bureles criollos.
La temporada de herraje y apareamiento, fue una contundente lección de biología, cargada de morbo, azoro y desconcierto. Quedaron así grabados en lo profundo del córtex: el olor del hueso achicharrado, el de las boñigas frescas, así como los babeantes y temblorosos belfos.
No era la animalidad de las ilustraciones del libro de texto, era la fuerza contendida bajo pelambres hirsutos; el despertar del ciclo vital de las yeguas; la furia desatada por los bramidos de las reses en celo.
Un estruendo leve y sordo significaba ver volar entre los matorrales las orejas de una liebre. Por la tarde, los conciertos de «ladridochillidolamentos» de los coyotes, tras las recatadas gallinas, o las inocuas cotuchas.
Entre polvo mal regado y el humor de la loción barata, exudaban corpóreos despertares. El acordeón y la redova glorificaban a la Plaza Zaragoza donde se paseaban las muchachas más bonitas de aquel lindo Monterrey.
El silencio era el soberano de la noche. El firmamento, un alucinante e inmenso océano. José Alfredo cabalgaba tras la lejana montaña, vagando solito en el mundo, cantando y buscando la muerte. La ficción no pertenecía al imperio de los pixeles, era el testimonio del roto que protegió a los pobres y luchó contra la injustica, y del héroe pendenciero, crápula venerado, que protegía el instrumento del hurto con guantes de seda.
Harlingen y la “T” de Monterrey «hertzeaban» el espacio y eran el hilo de comunicación con un mundo misterioso que cobraba voz en cuanto caía la tarde. El desayuno era olor a leña de mezquite, frijoles brincando en la manteca hirviente, donde terminaban chirriando también los blanquillos extraídos de los plumajes parlanchines.
Las tunas eran el manantial inagotable de mieles frescas; las vainas del mezquite un desafío a la dentadura. El aguacero, una oportunidad insuperable para poner a prueba la desnudez en los arroyos arenosos. El sexo era el más deseado y lejano de los territorios. El enamoramiento, la corriente interna que sacudía las madrugadas.
Era un paraíso al que se accedía por una escuálida cinta de chapopote, una hollada y terrosa alfombra de caliche, y en el trayecto final, una serpentina que se deslizaba entre huizaches, crispadas yucas y las ovales adiposidades del nopal.
Vino después la conciencia que puso en diferente lugar a cada quien. Las temporadas de sol y sueños se convirtieron en los espejismos de la juventud urbana. Regresaron después con los retoños buscando recuperar el espacio de la infancia. El alcohol y la carne asada desplazaron a los condoches y las gordas de cuajada. El queso empaquetado, a las delicias comprimidas del cuajo.
Como prueba irrefutable del valor de la nostalgia, año con año -si los buitres armados no lo impiden- a la sombra de un dolido y frondoso mezquite, retan al atardecer y a la alborada con canciones que el olvido ya había enviado al archivo muerto. Las baladas pop no son intrusas, son la cuota obligada de los escasos jóvenes que acompañan a un grupo de sexagenarios que ahora se resiste a desprenderse del recuerdo de un viaje, a un lejano y entrañable paraíso en medio del desierto, insospechado e inolvidable.
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