Graham Greene, capitán y enemigo
Un escritor viajero, un historiador rebasado por el novelista. Su obra hace del mundo un campo de juego, sus libros tienen el encanto de los chistes que sostienen relaciones íntimas con la tragedia. Con Greene, leer, viajar y detener el tiempo son la misma cosa.
Pocas voces han sido tan menospreciadas y a la vez tan celebradas, pocas obras han conseguido polarizar las opiniones de los lectores, crear dos bandos, el este y el oeste, así como la necesidad de adoptar alguno. Greene es un autor dotado con la capacidad de fomentar y nutrir, obra por obra, una relación de amor-odio con sus lectores.
La facilidad para el drama no es una virtud menor. Entre todos los posibles amigos y cariños que una persona puede tener, nunca falta el personaje manipulador y vivaz, inteligente y vital, con mezquindad y arrogancia apenas identificables en la bondad de sus actos y palabras.
Graham, el escritor, posee un buen número de las cualidades del antihéroe, Graham, el escritor viajero, va de un destino a otro: México, Panamá, Italia, Inglaterra, y en todos lados recoge las semillas de la discordia humana. El autor, alguna vez trabajador de los servicios secretos de Gran Bretaña, padece el trastorno del coleccionista y en su catálogo se hallan registrados cientos de tipos humanos con las raras combinaciones que suelen darse.
Por ejemplo, está el prudente a rajatabla que debe su prudencia a una cobardía que, si no fuera tan grande, podría pasar por inteligencia. Otro es el individuo ruin y atolondrado incapaz, por incompetente, de ejecutar un asesinato bien planeado. Con tipos como ésos, Greene crea personajes que de sosos pasan a intrépidos y de mediocres a decididos.
TRES BOTONES DE MUESTRA
En las obras de Graham, un ingenuo vendedor de aspiradoras, que es a la vez un hombre bien intencionado y un padre de familia comprensivo, puede descubrirse como dueño de una lucrativa facilidad para la mentira, la fabulación, y de pronto, acabar convencido de que la amistad, la genuina amistad, es razón suficiente para ensuciarse las manos.
Estas cortas líneas fueron dedicadas a Nuestro hombre en la Habana, que en algún momento de lucidez dice: “Son los sabios que suman dígitos y sacan el mismo resultado los que arman los líos. […] Si solamente hubiéramos nacido payasos, nada malo podría sucedernos, excepto algunos moretones y unas manchas de pintura”.
En Viajes con mi tía, un banquero jubilado y cincuentón resucita a la vida de la mano de una anciana extremadamente especial, con edad suficiente para ser su madre, que dice cosas como: “Me gustan los hombres insensibles, Henry. Nunca quise a ningún hombre que me necesitara”. Una anciana con los ojos suaves de las mujeres que se entregan por amor aunque lo hagan en un burdel, que regalan su dinero en nombre de la pasión, una anciana a la que nada le ha importado sino vivir.
Páginas y páginas de inconcebible humanidad nos enseñan a un niño que desde temprana edad se acostumbra a la traición. Cuando la juventud lo llama a andar por su cuenta decide convertirse en el verdugo de su protector. Atizado por la envidia, se convence de que su protector, de hábitos misteriosos y clandestinos, tiene una existencia auténtica, a diferencia de la suya: “… yo no paraba de hacer conjeturas sobre él; él es para mí un eterno interrogante sin respuesta, como la existencia de Dios”. Así, El capitán y el enemigo, sitúa al lector en una intriga bastante íntima, dolorosa e impúdicamente irónica.
LAS PALABRAS CLAVE
Bien utilizado, un vocablo tan inofensivo -en apariencia- como «botón» puede convertirse en un momento definitivo de una trama. Sin embargo, para cierta clase de lector, el contexto que hace definitivo a ese «botón» no será sino una afrenta, un sensiblero ataque dirigido al músculo de las palpitaciones; en cambio, para otra clase será una más de las tramposas genialidades del autor, la mejor muestra de que una palabra común -como todas las palabras comunes de una persona ordinaria- alcanza, si es bien utilizada, una profundidad conmovedora, una limpidez que, como las verdades punitivas, desmorona a quien la escucha.
Las novelas de Graham van aumentando en intensidad hasta que la obra lanza una definitiva -a veces excesiva- exhalación, para enseguida dar paso a un último enfrentamiento entre el personaje y su destino adquirido por derecho propio. El combate final es breve, lleno de lógica emocional, y los personajes de Graham saben que no pueden volver atrás. El tiempo de las decisiones ya pasó y sólo queda asumir las consecuencias.
Al final, Greene se abandona a la broma que hay en toda existencia, real o ficticia, porque luego de la batalla el premio es tanto una gratificación como un castigo. Difícilmente alguien podría pagar el precio de un alma humana, no obstante, las personas tendemos a malbaratarla y así se firman los pactos con el infortunio.
VIAJERO DE LA HISTORIA
La obra del escritor viajero tiene otra dimensión, la histórica. Sus palabras retratan al turbulento siglo XX. Un blanco favorito del inglés es la posguerra llena de sinsentidos, con escaso sentido del ridículo, además de unas expectativas mal fundadas que pusieron a la humanidad al borde de la extinción por vía nuclear.
La realidad escapa al análisis de las mentes más perspicaces, encontrando siempre la forma de vulnerar las capas más potentes de la conciencia, y a cada momento atiza -cuando no perfora- las vanidades elementales del hombre común. Los libros de Greene rondan párrafo a párrafo el adjetivo de reales. ¿Cómo consigue dotar a lo ordinario de un aura de excentricidad? ¿Cómo logra hacer de un alma gris un muestrario de pasiones agudas y calculados arrebatos?
Una explicación sencilla, y por tanto insuficiente, sería que, en sus obras, Greene pone en movimiento una infantería de palabras bien entrenada, articulada en torno a la artillería de los recursos estilísticos, segura de su triunfo gracias a la estrategia desarrollada en los cuarteles de la historia. Ya sea en Viajes con mi tía o El capitán y el enemigo, Graham es un historiador rebasado por el novelista.
GUSTOSA DECEPCIÓN
Graham es tanto un éxito como una decepción. Uno abre cierta novela impasible con la ilusión de fatigar un relato lleno de espionaje, contraespionaje y recontraespionaje; una narración que permita sentir el miedo atómico o simpatizar con alguno de los bandos que en breves, rotundos trazos muestre la pugna ideológica, que ponga al mundo de cabeza por la vía de no presionar el botón rojo. Sin embargo, el resultado es muy distinto.
Línea por línea se confirma la horrible verdad: la obra en la que el lector depositó sus esperanzas no es más que el relato de un vulgar, sórdido, explícito triangulo amoroso..., y no puede dejar de leerlo; las manos, la vista, el alma, vuelven a esas páginas y acompañan a Graham hasta el final. El viajero Greene tiene a su favor la condición del humorista nato, hace mofa de todas las grandes bromas del nuevo orden surgido de las guerras mundiales: la democracia, la soberanía, el totalitarismo, el desarrollo y el subdesarrollo, el progreso, el este y el oeste son la misma peste.
Sería inútil tratar de reproducir en este espacio los mejores chistes de Graham. En ocasiones le toma una novela entera concluir la broma. El éxtasis está en otro lado, no en el final de sus novelas, no en ese punto que interrumpe el trance hasta que otro libro de Greene caiga en manos del lector.
Es un lugar lejano, inexpugnable. No es posible llegar a él desde la fascinación o el desprecio. Cualquier plan diseñado para mudarse a ese lugar está condenado a fracasar. Todo por causa de ese elemento imprevisible, forjador de éxitos masivos como el fracaso de la inteligencia, la historia universal de la infamia o la tontería como condición de la existencia: el factor humano.
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