Cuentan que el filósofo Diógenes (Atenas 350 años antes de Cristo) se encontraba inmovilizado ante una estatua a la que le tendía la mano tercamente durante horas hasta que a su alrededor comenzó a formarse un grupo de mirones. -Diógenes ¿por qué haces eso? -preguntaron, y él, sin inmutarse respondió: - Para entrenarme al rechazo. Hoy muchos tendríamos que entrenarnos para aceptar los rechazos con la misma naturalidad con que se aceptan las tormentas, las ortigas o las avispas. Es tan fácil hacer recuento de las desdichas, quejarnos porque la vida no es justa, la familia no nos reconoce nuestros méritos, y en el trabajo… Anhelamos un mundo sin contrariedades, y a pesar de su constante presencia en nuestra vida, no acabamos de aceptarlas. Nos cuesta convivir con la gente que no piensa como nosotros. Aceptar el absurdo y lo injusto, nos hiere. Cuesta trabajo reconocer que todos no podemos ganar el primer lugar. ¡Caray, la pinche vida no nos merece! Con frecuencia pensamos más en lo que nos falta que en lo que poseemos. Si nos piden una lista de nuestros defectos, podemos llenar dos páginas, pero a nuestras cualidades les damos muy poco reconocimiento. Estamos más dispuestos a la queja que a la gratitud. Casi nadie está dispuesto a reconocer que recibe más de lo que merece. Día tras día confirmo la capacidad que tenemos los seres humanos para guardar un rencor por muchísimos años y sin embargo damos por descontado lo bueno, los favores, los cariños, el fresco aroma del amanecer. Es por eso que por lo menos una vez al año es memorable la hazaña de coraje y valentía de aquellos 102 peregrinos un 6 de septiembre del 1620, aterrados ante el inabarcable mar y un futuro imprevisible en el Nuevo Mundo; se metieron en la panza del buque de carga Mayflower donde hambrientos, mareados, y volteados al revés de tanto vomitar; desafiaron el océano en busca de una vida mejor. Cuando después todo tipo de vicisitudes pisaron al fin tierra firme el 11 de noviembre; lo primero que les pidió el corazón, y el estómago supongo, fue cazar un pavo salvaje y en medio del frío orar juntos y compartir el pavo en señal de gratitud. Desde entonces y en memoria de aquellos personajes, sus hijos y los hijos de sus hijos repitieron el ritual hasta convertirlo en la festividad más importante del año entre los estadounidenses. Por aire o por tierra, todos viajan de este a oeste para acercarse a la casa familiar. Aunque la configuración de la familia ha cambiado, lo que no cambia es la necesidad de sentirnos ligados a nuestros parientes. Un poquito, sólo un fin de semana al año porque ya se sabe que la convivencia, cuando se prolonga, produce siempre rozaduras, tensiones y resentimientos. Pero la familia, el clan, la tribu; siempre es un imán y reunirse en nombre de la gratitud, aunque sólo sea una vez al año, es una verdadera gracia. Antes, alrededor de la mesa y frente a la mejor vajilla de la casa sobre un reluciente mantel, se disfrutaba un pavo horneado por la madre de familia. Pasteles y postres cocinados con amor. Antes, el abrazo y la conversación alrededor de una chimenea chisporroteante. Hoy sólo quedan los abrazos de bienvenida, de despedida; y en el intermedio pizza comprada y devorada alrededor de la tele. Los mejores juegos de futbol americano se programan esos días; imagino que para mantener a la familia unida y sin conflicto. En México no tenemos la costumbre de celebrar el Día de Gracias; aunque no estaría mal que sin exigencias religiosas ni intercambio de regalos; nos reuniéramos sólo por el gusto, sólo para agradecer la vida y todas las cosas sencillas y buenas que disfrutamos como si fueran un merecimiento.
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