Hablemos claro
Vamos hablando claro. ¿Qué elementos se requieren para suponer que una está amargada? Y no amargada a secas, sino vieja, sola y amargada. ¿Me creería si le digo que alguien supuso todo eso de mí? Lo de «vieja» es discutible. Ya sé que se utiliza como un peyorativo para todas las mujeres. Pero si vamos a hablar claro, vieja define a una mujer anciana; y en este país se es anciana a los sesenta años.
De modo que estoy cerca, pero no, aún no soy una vieja. Honestamente, creo que no luzco como una anciana, por mucho que la percepción de alguno de mis pequeños sobrinos-nietos sea la contraria. Ya lo de «sola» y «amargada» supondría cierta argumentación con la que, desde luego, puedo no coincidir.
Porque, veamos, se parte del supuesto de que para ser plenamente feliz se debe estar al lado de alguien. Esa idea, discutible desde mi punto de vista, históricamente ha sido una exigencia para las mujeres. De manera que se asume que, por definición, una mujer sola (léase: sin marido o, ¡colmo de colmos!, sin hijos) está amargada.
Pero, hablemos claro, en todo caso para sacar esa conclusión de mí, al menos se requieren un par de pistas. No sé, ropa negra, comisuras de los labios hacia abajo, entrecejo fruncido -bastón en mano y joroba también se me ocurrieron, pero me pareció una exageración.
Pues le cuento: yo vestía un pantalón azul marino, blusa beige con encaje en el cuello y las mangas, es decir, algo entre clásico y moderno porque, para beneplácito de mis tías-abuelas, los encajes están de moda. Además, mi cuello estaba adornado con un collar que remataba en un corazón con varias piedras de colores, y le hice juego con unos aretes que también tenían piedritas de diversos colores.
Total, nada que se acercara a la idea de una mujer amargada. Y ahí me tiene, de lo más a gusto, presentando mi libro Votar y ser electas: Historia de un derecho a medias, hablando con toda pasión de uno de mis temas favoritos: los derechos políticos de las mujeres, y haciendo un recuento de lo que hemos trabajado varias generaciones de mujeres para que nuestro derecho al poder sea reconocido.
Pronto detecté entre mi auditorio a una señora con rostro adusto. Y hablando claro, le digo que el disenso no es algo que me incomode. He aprendido a defender mi postura con argumentos. Pero en principio, ¡no esperé que me saliera con eso!
Al término de la presentación se me acercó y me dijo: “¿Puedo hacerle una pregunta personal?”. Claro, sonreí (rostro más adusto del otro lado). “¿Qué edad tiene?”, preguntó. Cincuenta y dos, respondí (e imaginé a un par de mis amigas mirando al cielo, pues sostienen que si digo mi edad sacarán la cuenta de la suya y eso no les gusta na-da). “¿Es casada?”, preguntó de nuevo. Sí, contesté sonriente (y entonces supe por dónde iba a seguir, así que agregué), desde hace treinta años, y he sido feliz la mayor parte del tiempo.
“Pero, no tiene hijos, ¿verdad?”, preguntó con el tono de quien se queda sin escalera en medio del quinto piso. Sí, contesté y sonreí de nuevo. Dos, y una nuera con la que me llevo de maravilla.
“Es que pensé...”, guardó silencio y se retiró lentamente del lugar. Es que pensó, completé en mi cabeza, lo mismo que pensaron y les dijeron y les escribieron a las sufragistas del siglo XIX. Que eran unas viejas amargadas, viudas sin oficio o solteronas sin remedio.
Ni modo, ni yo ni todas las que conozco cabemos en ese estereotipo. Hablando claro, he de confesar que me divirtió la cara de confusión de la señora (y no es la primera vez que me divierto con esas confusiones). ¿Qué se le va a hacer?
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