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Ignacio Cepeda Dávila

Hora cero

ROBERTO OROZCO MELO

Todos los mexicanos entendemos que el ejercicio de la política viene a ser como una guerra sin derramamiento de sangre. Quienes se mueven en torno de la política electoral no ignoran qué valores entran en juego y cuáles otros se derraman inútilmente durante las campañas electorales: primero es el dinero y después las bilis de los propios contendientes políticos.

Quienes entienden bien en lo que andan, saben mejor que los propios ciudadanos que es necesario aportar mucho dinero, entusiasmo y trabajo personal; aquí entra la posibilidad de un distanciamiento familiar y otras cosas más, aparte de frecuentes dolores de cabeza y más dinero, mucho más.

Cuando gane el que gane se cierran las campañas, los partidos y los gobiernos tienen que hacer frente al costo económico, pues está sabido que nadie se mete en los azares políticos sin que exista algún interés de por medio.

Entre los difíciles años 1942 y 1945, Coahuila enfrentó la realidad con la elección democrática de un nuevo gobernador, algo que fue decidido en las casillas electorales, donde ganó el ciudadano Ignacio Cepeda Dávila. Él fue escogido para dirigir el destino político del estado de Coahuila de Zaragoza.

El 19 de noviembre de 1945 fue publicado en bando solemne el decreto número 359 del H. Congreso del Estado de Coahuila, que calificaba válidas y legales las elecciones celebradas el 26 de agosto del año anterior, declarando gobernador constitucional del estado de Coahuila al susodicho Ignacio Cepeda Dávila para que gobernara durante el periodo comprendido entre el primero de diciembre de 1945 y el 30 de noviembre de 1951: seis años completos.

El estadio Saltillo lucía expresamente construido sobre una gran superficie de tierra urbana, ya que en la ocasión fue declarado recinto oficial para la ceremonia de toma de protesta de Ignacio Cepeda Dávila, una vez que fue declarado triunfador en los comicios constitucionales. En esta misma sesión se inauguró el edificio oficial del Congreso del Estado, construido entre las calles Miguel Ramos Arizpe al norte; Cristóbal Colón al sur, Álvaro Obregón al oriente y Carlos Salazar al poniente, sobre un amplio terreno, cuyo cupo total sólo admitiría la misma cantidad de votantes arribados a Saltillo asistir a la ceremonia, procedentes de todos los rumbos y municipalidades del Estado, así como distintas representaciones de otras entidades federativas.

Esta fue una espontánea respuesta popular en favor del recién electo Ignacio Cepeda Dávila, quien despertó una gran esperanza entre la ciudadanía de Coahuila.

Era él un hombre joven, de faz angulosa y cabello negro y brillante, mirada firme, temperamento sanguíneo, carácter fuerte, trato formal, mirada penetrante, muy serio en sus reacciones personales, que además contaba con una voz sonora y varonil. Sus antecedentes políticos eran: regidor y alcalde en Arteaga (su tierra natal), diputado local y presidente municipal de Saltillo, puros buenos augurios de que el nuevo mandatario estatal presidiría un gobierno moderno, responsable y progresista.

Quienes habían presenciado la ceremonia de transmisión del poder eran miembros de las nuevas generaciones, lo que privilegiaba una transición pacífica de los tres poderes políticos estatales. No sólo era que la vida pública coahuilense se hubiera declarado partidaria de Cepeda Dávila desde el borde de una anarquía, como había sucedido en los precedentes difíciles años de la post Revolución Constitucionalista, en que hubieron lapsos breves, largos violentos y sucesivos, que fueron controlados por 15 gobernadores interinos: ya huertistas, ya carrancistas, ya villistas; todos militares y con mando de tropas, la mayoría de ellos. El pueblo ya estaba cansado de contemplar continuas rijosidades entre los grupos de poder y las masas populares que pugnaban por el ejercicio político de la autoridad en el Estado, conducidos por políticos locales interesados y contrapuestos, quienes añoraban la creativa tranquilidad de aquellos buenos tiempos de paz, si bien operaban sólo en beneficio de unos cuantos enquistados en las nóminas públicas, desde tiempos atrás.

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