El expresidente Calderón asistió hace unos días a una clase del profesor Michael Ignatieff en Harvard. Tuiter, la agencia de chismes más popular del mundo, lo divulgó de inmediato. Confieso que el encuentro me despierta curiosidad. El intelectual crítico que es capaz de tomar distancia de sus propias decisiones y reconocer públicamente sus errores, frente al político obsesivo, el cruzado que es existencialmente incapaz de reconocer sus fallas.
El lado del encuentro que me interesa es el de Ignatieff, naturalmente. El canadiense de origen ruso ha sido un pensador que ha encarado los dilemas contemporáneos del liberalismo. Lo ha hecho tomado de la mano de Isaiah Berlin, aunque en algún sentido ha dado un paso adicional a su maestro: se ha atrevido al combate político. A partir de largas conversaciones con él, escribió la mejor biografía de Berlin. El retrato de un admirador que no deja de ver las carencias del maestro. A diferencia del historiador de las ideas, Ignatieff ha tomado riesgos, se ha atrevido a la definición y ha incursionado -sin suerte a fin de cuentas- en los territorios de la política partidista. Dejó la academia para zambullirse en las aguas de la política. Entró al parlamento. Montado en su prestigio intelectual, se hizo rápidamente del liderazgo del Partido Liberal y buscó ser primer ministro. Fracasó. Quiso vivir el viejo sueño del filósofo que gobierna. El estudioso de los derechos humanos, el memorialista, el amable crítico del nacionalismo, el intervencionista liberal, el teórico del mal necesario quiso gobernar Canadá y en su intento llevó a su partido, por primera vez en su historia, hasta el tercer lugar en las elecciones. Después de labrar una reputación como intelectual cosmopolita, no pudo deshacerse de la imagen que le colgaron sus adversarios: "Ignatieff sólo anda de visita". Y sí, en efecto, la política fue la corta vacación del intelectual. Pero la vacación fue un sabático productivo para el pensador. Su idea de la política es, tras su incursión, más profunda, más realista, más exigente.
Ignatieff se acercó a la política con las advertencias de Isaiah Berlin: conocer cosas, saber historia, leyes o economía no sirve para mucho si se trata de gobernar. El talento político es otra cosa: una sensibilidad peculiar, un tacto, un olfato de circunstancia. La teoría, en realidad, suele obstruir el juicio del político. En una interesante variación al argumento de Ortega y Gasset sobre el talento del estadista frente a las dotes del intelectual, Ignatieff sostiene se examinándose críticamente en el espejo. El buen juicio en política es casi el contrario al buen juicio del filósofo. Entre los intelectuales es bien apreciada la capacidad de abstracción, la generalización, esa forma de insertar los hechos particulares en una gran idea. Lo contrario importa en la política: las peculiaridades son mucho más importantes que las generalidades. Ahí, en el territorio de la política, sólo existe lo que está, todo lo demás es irrelevante.
La experiencia de Ignatieff curtió esa intuición. Un gran evento histórico fue la gran prueba política de Ignatieff: la guerra en Irak. El profesor de Harvard respaldó la intervención militar de los Estados Unidos. Creyó que era el único medio capaz de detener las tropelías del dictador y que podría servir para la fundación de un régimen constitucional. Se equivocó y tuvo el valor de reconocerlo públicamente. Mi gran error, escribió Ignatieff en un interesantísimo artículo publicado por la revista del New York Times (5 de agosto de 2007), fue apoyar la guerra de Bush. Lo interesante es que Ignatieff hace de su error, aprendizaje. El gran error que cometí fue creer que mis deseos conformaban la realidad. Me dejé llevar por mis ilusiones y no hay peor pecado político que ése. La emoción es una coartada intelectual: nos conduce a dejar de hacernos ciertas preguntas. Convencidos de nuestra verdad, dejamos de sospechar, dejamos de interrogar la realidad, dejamos de interrogarnos sobre los hechos y los actos. La emoción se justifica a sí misma y en política nada debe dejarse correr sin cuestionamiento severo y terco. "El buen juicio en política al final, concluye Ignatieff, depende de la capacidad de ser crítico con uno mismo". Por eso el político prudente escucha con la misma atención a quienes proponen el acto y quienes lo critican. No se rodea de porristas, no intimida a los críticos en su círculo, no deja de buscar nuevas fuentes de información, nunca deja de interrogar a sus informantes. Jamás cree que sus buenas intenciones garantizan buenos resultados. Nunca cree que cuenta con todos los hilos de la información. "Si el poder corrompe, corrompe el sexto sentido de la autocrítica del que depende la prudencia".
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