Conocí a Antonio Irazoqui a principios de los años setenta, en mis inicios como abogado. Antonio se reunía todos los días a tomar café, en una mesa a la que concurrían algunos de los que fueron mis profesores en la Escuela de Derecho, como Manuel García Peña, Antonio Alanís y Gilberto Serna.
Yo acudía de vez en cuando y lo esporádico de mi presencia, daba oportunidad a Irazoqui de cuestionar en broma a los abogados mayores del grupo, diciéndome delante de ellos: "Usted sí trabaja…".
Cultivamos una amistad basada en nuestra afinidad de criterio, y en un par de ocasiones lo busqué en El Siglo de Torreón, para expresar mi versión sobre dos distintos eventos de mi actividad profesional, como abogado litigante y como profesor activo en política universitaria, que trascendieron a la vida pública regional y fueron noticia en las páginas de El Siglo. En los dos casos Irazoqui organizó sendas reuniones con Don Antonio de Juambelz y a mis veintitantos años de edad, tuve la oportunidad de dialogar con ambos personajes que me escucharon con ánimo abierto y atención profunda, con el enorme respeto que les merecía el ejercicio del periodismo.
Hace veinticuatro años, Antonio me hizo llamar por medio de Germán Froto, amigo común entrañable y sin más, me ofreció un espacio en la página editorial de El Siglo de Torreón, en el que podría tratar tópicos generales, aunque el interés de la Dirección era dar preferencia a temas de política regional.
En aquel entonces yo sólo escribía textos legales, pero mi falta de experiencia en las lides periodísticas fue vista por Antonio como ventaja, porque la valoró como oportunidad para incorporarme a lo que él consideraba un oficio que puede ser aprendido sobre la marcha. Me puse en sus manos para imprimir a mi redacción jurídica, retórica, argumentativa y rigorosa, un estilo de mayor soltura para abordar temas cotidianos, que sin mengua de su importancia y trascendencia, su tratamiento en artículos periodísticos es flor de un día, el día de su publicación.
Los meses siguientes fueron de intenso trabajo en reuniones en los que Antonio corregía mis escritos, infundiendo en mí la confianza y la seguridad necesarias para responder a la vocación periodística tardía y desarrollar un talento hasta entonces enterrado.
A la par de la técnica artesanal, Antonio me enseñó que el periodismo de El Siglo de Torreón desde su fundación, tiene como hitos de referencia la verdad y la defensa de la comunidad, y tales referentes plenos de contenido ético y responsabilidad, operan como exigencia hasta nuestros días. No hubo una ceremonia de graduación formal de aquel noviciado, ni siquiera un punto en que diéramos por terminado el aprendizaje, por lo que asumo que la formación continúa como herencia del maestro y compromiso del alumno.
Antonio Irazoqui ha sido llamado a la casa del Padre. Su despedida fue larga y dolorosa, pero dio la oportunidad a su esposa Enriqueta y a sus hijos e hijas, de congregarse a su alrededor y entregarse a su cuidado, con la misma devoción amorosa con la que él vio por su familia.
Con su partida culmina un relevo generacional en la dirección de El Siglo de Torreón, que vino operando desde años atrás y con mayor razón en los últimos meses, en los que Antonio se preparó junto a los suyos, para su tránsito a la vida eterna. Descanse en paz Antonio, y su familia alégrese por el gran regalo de Dios que fue su existencia en este mundo.