En la mitología del rock hay momentos que equivalen al encuentro de Dante con Beatriz en el Ponte Vecchio. Uno de ellos ocurrió cuando el crítico Lester Bangs se sintió perseguido por una nueva corriente de alto volumen y la bautizó con una expresión del maestro de la paranoia literaria, William S. Burroughs: lo que escuchaba merecía llamarse heavy-metal.
Black Sabbath apareció como evangelista de ese sistema de creencias basado en la potencia redentora del alarido y la convicción de que los decibeles no pueden ser excesivos. Como tantos otros conjuntos, pasó de la gloria a las tinieblas de la jubilación hasta que el mundo se aficionó a los rockeros de la tercera edad y los decanos del estruendo satánico pudieron volver con una venganza. Su disco 13, con una portada donde los números arden al estilo Ku-Klux-Klan, alcanzó el primer lugar de ventas, 43 años después del éxito anterior. La semana pasada comenté este sorprendente logro geriátrico y anuncié que mi amigo Damián haría una reunión para celebrar la supervivencia (o la posteridad en vida) de su grupo favorito.
El sábado 13 de julio nos encontramos en el taller Rigor Motriz, donde Damián construye coches antiguos con piezas que encuentra en cementerios de automóviles.
La invitación que me llegó por Internet llevaba el lema de "Todos somos zombis". Lo importante en Black Sabbath no es su longevidad sino su interminable agonía. "¡Se ven cadavéricos!", Damián dijo con entusiasmo, señalando el póster del grupo que había colgado junto a la carcacha que alquila para bodas. ¿Celebrábamos el regreso de Sabbath o el centenario de Posada?
Damián puso God is Dead? La canción produce un efecto religioso: sus nueve minutos parecen tan interminables que crees en la vida eterna. Damián volvió a decir algo terrible en tono alegre: "¡Están arruinados!, ¿verdad?".
La música parecía una copia de una copia de una copia de Paranoid: "El infierno es repetitivo", festejó nuestro anfitrión.
Al fondo del taller había una mesa con comida negra: sopa de huitlacoche, pulpos en su tinta, mousse de chocolate amargo. Me pregunté en qué clase de alucine había conocido a Damián hasta que noté algo que me preocupó más: los invitados éramos 13. Aunque el número nefasto aludía a Sabbath y a la fecha que nos congregaba, miré a izquierda y derecha en pos de Judas. Desconfié de los presentes hasta que advertí que ellos desconfiaban de mí.
"¿Te acuerdas del Apollo 13?", preguntó por lo bajo un conocido que tiene la mirada en órbita. Arrugó su servilleta al añadir "¡¡¡¡Puughhh!!!".
"Bienvenidos a la ceremonia", Damián sostuvo una llave de cruz, como un repentino Cristo de los talleres: "Los quiero por sus defectos", dijo en tono fraternal.
Sobrevino una pausa para escuchar una canción con un título que sólo puede ser irónico en Sabbath: "La edad de la razón". La pieza le había brindado a Damián una clave de la época: los miembros del conjunto eran mártires que se inmolaban en un suplicio interminable; su deterioro no representaba un acabamiento sino la espectral manera en que se sobrevive hoy en día. 13 no era un dechado de virtudes sino de molestias aceptables. Lo mismo pasaba con los amigos (ahí estaba la clave de la época): Damián nos quería a pesar de nosotros mismos. Enlistó los defectos más notables de cada comensal (los míos comenzaban con mi tendencia a pensar que Judas estaba en la mesa). Sin embargo, eso no nos hacía detestables: "No hay que escoger a los amigos por lo que esperas de ellos, sino por los defectos que puedes soportar". Tenía razón. Una amistad indestructible depende de tolerar carencias, no de exigir virtudes.
De pronto, escuchar a Black Sabbath me pareció una honda experiencia espiritual. ¿Había algo más entrañable que sus melenas honestamente teñidas, sus estentóreos aullidos, las canciones que se pirateaban a sí mismos? Estaban dispuestos a exhibir sus limitaciones en forma suficientemente atractiva para dominar las ventas.
En su novela La ceremonia de la traición, Mario Brelich conjetura que el auténtico mártir de la última cena fue Judas. Alguien debía cumplir el papel de villano, alguien debía ser execrado para inmortalizar a Jesús. Lo mismo sucedía con Sabbath. Los profetas del satanismo regresaban como víctimas de su propia fe. No eran perseguidos: ¡habían sido alcanzados! Aunque sus letras anunciaran malas vibras, su conducta transmitía otro mensaje: asumían con entereza su humana decadencia. No fingían ser jóvenes ni talentosos; no mitigaban el alcance de sus errores ni el daño que podían causarle a los oídos. En nombre de la grey, se exponían al escarnio y al ultraje. Eso los volvía ejemplares. Nosotros, no muy distintos de ellos, podíamos reflejarnos en su oscuro espejo.
La misa de los 13 fue reveladora. Comimos nuestros negros alimentos, reconciliados con la imperfección humana.