Josefo llegó a la tertulia con Historia de la fealdad, de Umberto Eco. El libro nos sorprendió; se trata de una edición lujosa y nuestro amigo pertenece al grupo de los lectores obsesivos y algo cursis que jamás subrayan una página y leen con rigidez evangélica para impedir que el lomo se arrugue. Además, en la reunión anterior armó un escándalo porque Toño Rodríguez puso su capuchino sobre la monografía de Balthus que él había llevado.
El libro de Eco le resultaba imprescindible para interrumpir nuestra conversación:
"He descubierto que no somos suficientemente feos", dijo para abrir boca. "¡¿Quién lo dice?!", protestó Melesio, que sólo acepta los temas en los que se siente incluido.
Hasta ese momento hablábamos de los argentinos que viajan a Uruguay para sacar divisas de los cajeros automáticos. Eso no daba para mucho y aceptamos discutir nuestra falta de fealdad.
Josefo pasó las páginas del libro, mostrando adefesios que durante siglos se asociaron con carencias morales y de un tiempo a esta parte animan corrientes estéticas como el kitsch o el feísmo, donde las deformaciones se aceptan como adornos. Recordé una frase del cineasta John Waters, director de Pink Flamingos, comedia infinitamente grotesca: "Se necesita tener buen gusto para disfrutar el mal gusto".
¿Josefo se había convertido en un sibarita del horror capaz de percibir en Tlalnepantla la belleza de Florencia?
Vimos las láminas del libro. Eco se ocupa de la fealdad extrema, que tiene arquetipos tan influyentes como la Condesa de Tyrol, que Hans Liefrinck creó en el siglo XVI y que ha tenido versiones tan notables como Caralimpia Mondongo, de José Guadalupe Posada, y La peor señora del mundo, de Rafael Barajas El Fisgón. Para seducir a esa fea entre las feas se requeriría de un rostro estropeado a la perfección: "Nuestra fealdad es mediocre", suspiró Josefo.
Alguien dijo que la atrocidad absoluta es tan llamativa que puede ser considerada como una belleza a la inversa. "El Hombre Elefante tenía más pegue que nosotros", comentó Chacho.
Pude intervenir porque estoy escribiendo un prólogo para tres obras de teatro de Édgar Chías y en una de ellas hace una sugerente acotación. Señala que, de preferencia, la actriz debe ser atractiva "con todo lo relativa que pueda parecer esta suposición" y el actor no debe ser guapo ("esto es más que claro, no hay interpretaciones ni relatividades para la fealdad"). En otras palabras: es mucho más sencillo distinguir la fealdad que la belleza.
"El problema es la fealdad normal", continuó Josefo: "Es fácil reconocernos como feos pero eso no nos distingue en lo más mínimo".
"¡Más respeto!", protestó Melesio, mostrando una verruga que no se ha querido operar por miedo y de pronto le parecía un timbre de distinción.
Chacho incursionó en una teoría racial que nos dejó desconcertados y que me apresuro a consignar: "El indio feo puede ser horrendo, igual que el español feo; nosotros somos una mezcla ni fu ni fa; el mexicano se quedó en la media tabla de la estética; no está ni mal ni bien; si la mediocridad pudiera ser intensa, seríamos emocionantes". Esta tesis reflejaba la asentada creencia de que al mexicano le falta algo y que incluso se queda corto en los defectos. El náhuatl atroz puede ser Mictlantecuhtli, y el español atroz, Belcebú. En cambio, los mestizos somos gordos o calvos sin distinguirnos demasiado de un casting para El Chavo del 8.
Se hizo un silencio en el que nos condolimos de nuestra limitada fealdad. Entonces Toño Rodríguez dijo en tono inspirado: "Burocráticamente somos horrendos". Le preguntamos a qué se refería. "En este país la realidad sólo existe si pasa por un trámite. Si no tienes acta de nacimiento, no naciste. No necesitas saber manejar ni tener ojos para ponerte al volante: necesitas tener licencia. Si hubiera certificados de fealdad, seríamos horribles".
"¿Podríamos ser más feos por decreto?", se interesó Josefo. "¡Claro! A nadie se le ocurre que alguien de 35 años sea joven, pero aquí te dan una beca de jóvenes creadores. Habría que expedir certificados de fealdad. Los trámites mexicanos son infinitos, pero lo interesante es que se pueden realizar aunque no califiques para ellos".
"Nuestro último remedio es la burocracia", dijo Josefo. "¡Típicos mexicanos!", opinó Chacho, que seguía pensando en el ser nacional.
"No tiene caso ser feos del montón", Melesio señaló una reproducción en el libro de Eco, un anciano flamenco de palidez cerúlea, singularizado por bubones. "Si eres institucionalmente feo, eres como cualquiera".
En ese momento una hermosa mujer entró a la cafetería. La belleza es subjetiva pero nuestra admiración creó un consenso irrefutable. Iba del brazo de un hombre normal, burocráticamente feo.
"¡Viva México!", gritó Chacho, con el entusiasmo de quien descifra una parábola de la identidad nacional.