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La interminable reforma a la Constitución

SERGIO LÓPEZ AYLLÓN

Existe una amplia corriente de opinión que considera que durante los años de "gobierno sin mayoría" (1997-2012) el Congreso estuvo paralizado. Nada más alejado a la verdad.

Durante ese período se expidieron 69 decretos de reforma que en conjunto modificaron 163 artículos de la Constitución. Esto equivale a poco más de 25 % del total de reformas desde 1917. Un estudio que publicará el CIDE demuestra la magnitud del cambio en el sistema político y electoral, el federalismo, el modelo de seguridad y justicia penal, así como la rendición de cuentas. Además, el efecto conjunto de las reformas en derechos humanos y amparo transformó el sistema constitucional, al grado que puede hablarse de un nuevo paradigma para su aplicación e interpretación. La Constitución que recibió Peña es bien distinta a la que dejó el PRI en 2000.

El calado de las reformas recientes obliga a un análisis distinto. Se modificaron algunos de los artículos constitucionales más emblemáticos: el 3 en educación, el 27 en propiedad y bienes de dominio público, el 28 en telecom y competencia, el 123 en materia laboral. Se lograron acuerdos políticos que permitieron mover algunos de los temas intocables y que estaban ligados con la configuración de los poderes fácticos. La tarea apenas inicia.

Quizá por una deformación secular aún creemos que para modificar la realidad basta con reformar a la Constitución. Esto nunca fue cierto, pero mucho menos lo es ahora que ésta debe tomarse en serio pues existe un sistema de derechos con garantías que los respaldan y ciudadanos que los exigen. Además, para funcionar toda reforma constitucional requiere de un complejo desarrollo legislativo y reglamentario. Como el diablo está en los detalles, bajar a la legislación secundaria los arreglos políticos constitucionales constituye un desafío enorme para el Congreso. Un simple recuento de las leyes que deberá expedir en los próximos meses muestra la magnitud de la tarea, especialmente si se considera la complejidad técnica que supone. La mejor ley puede funcionar mal si no existen capacidades institucionales para darle vida. Echar a andar nuevas instituciones constituye otro ángulo que deberá atenderse para que las reformas cumplan sus objetivos.

De manera más amplia, conviene hacer una doble reflexión de más largo aliento. La desconfianza política llevó al texto constitucional detalles técnicos puntuales cuyo lugar natural está en la ley ordinaria. Esto tiene varias consecuencias, entre otras que resta flexibilidad a la regulación particularmente en sectores de alta sensibilidad al cambio tecnológico. Los errores pueden costar muy caro. Por otro lado, hace de facto a la SCJN el "gran regulador". Ahora este órgano tendrá que aclarar el alcance de muchos de los aspectos técnicos que, por estar en la Constitución, le corresponderá interpretar aunque técnicamente deberían ser materia de los nuevos órganos reguladores. La segunda cuestión es si la ruta de la creación de autonomías constitucionales genera una arquitectura institucional adecuada para una operación eficaz del Estado mexicano. Esta no es una cuestión menor, particularmente si tenemos en el horizonte nuevas reformas que producirán presiones para crear nuevos órganos autónomos. Urge una reflexión cuidadosa sobre las condiciones y contenidos que justifican las autonomías constitucionales, y ponderar su efecto en la conducción ordenada y coherente de las políticas públicas que, por mandato de las urnas, corresponden al Ejecutivo. ¿O queremos un presidente de papel?

(Profesor investigador del CIDE)

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