Es fundado el lugar común: toda crisis esconde una oportunidad. Aun la más peligrosa oculta algún provecho. Encarar la condición amenazante puede conducir al remedio de problemas soterrados. La crisis desentierra lo que la normalidad encubre. De pronto, bajo la forma del peligro, se revela una ocasión, no sólo de cura, sino de mejora. Pienso en la crisis de seguridad que encaró el gobierno anterior. La crisis, que desde luego no fue un invento del gobierno, fue enfrentada con valentía miope: una lucha por el orden que no vio más allá de los delincuentes y su maldad; que no tuvo más empeño que demostrar el arrojo de un presidente solitario, decidido a mostrar su soledad como si ésta fuera prenda de orgullo. La oportunidad era el Estado. Dar a México, finalmente, una legalidad eficaz, dadora de tranquilidad y garante de los derechos.
Los Estados son, seguramente, hijos de la guerra. Esas unidades del poder que hoy parecen la última forma de organización política en el mundo son la consecuencia indeseada de los enfrentamientos armados. Más que el producto de una voluntad de ordenación, antes que un pacto, son el resultado involuntario de una fuerza que debe concentrarse para enfrentar a un enemigo, de ejércitos que necesitan ser alimentados, de una administración que centraliza la estrategia del combate. Si Felipe Calderón hizo de la guerra contra el crimen organizado la política central de su gobierno, pudo haberlo hecho en clave de construcción institucional. Su cruzada habría tenido dimensión histórica si, en efecto, hubiera atendido la exigencia de darle al territorio reglas eficazmente aplicadas. Aprovechar el drama de la violencia y ganar para México la batalla siempre pospuesta: la batalla del orden estatal, de la legalidad firme y eficaz, de una fuerza estatal severa pero ejemplar. A medida que el tiempo pasa, resulta más evidente la inmensa irresponsabilidad del enfoque calderonista que desaprovechó la oportunidad de edificar Estado.
Se edifica Estado con instituciones, se alimenta con impuestos, se edifica con reglas razonables que se cumplen, se cimienta en estructuras que aplican implacablemente las normas. También se construye con palabras, con razones públicas que reivindican la razón de la ley por encima de la tentación del poder y las emociones colectivas. El daño que el discurso calderonista hizo a ese proceso es inmenso. Durante seis años padecimos la retórica oficial más corrosiva de la legalidad que hayamos vivido en mucho tiempo. Cuando más importante era reivindicar los procedimientos de la ley, los estrictos rigores del procedimiento, cuando era vital atar la aspiración de paz con el proyecto de legalidad, el gobierno los disoció y hasta llegar a contraponerlos. Felipe Calderón, el enemigo del populismo de izquierda, fue el campeón del populismo de derecha. Montándose en las emociones más primitivas, su gobierno llegó a defender que, ante una disyuntiva entre reglas y justicia, habría que relegar a la ley para entregarle a la plaza el castigo que demanda a gritos. Lo importante no era el derecho, sino lo que él llamaba Justicia. Para el presidente Calderón, la ley era traba, obstáculo pero, sobre todo, era coartada de los malos. Por eso denunció abiertamente las "rendijas" de la ley como enemigas de la Justicia auténtica. Que las víctimas hablen con ese lenguaje puede ser entendible; que el jefe de Estado emplee ese vocabulario es indicación de que el proyecto de Estado no era, realmente, el suyo. Que jamás entendió la oportunidad que la crisis le ofrecía. ¿Qué queda de la política de legalidad del gobierno Calderón? El ridículo -o el escándalo.
Los seis años de Felipe Calderón no solamente fueron tiempo perdido en la ruta del Estado, fueron lo contrario, un revés costosísimo en la ingeniería estatal y la cultura de la legalidad. El inmenso porcentaje de mexicanos que se indigna con la liberación de Florence Cassez por el simple hecho de que se violaron sus garantías procesales es alumno de Felipe Calderón. Creen, como el expresidente, que las víctimas tienen un derecho al castigo que debe estar por encima de las frívolas solemnidades del procedimiento. Quienes repiten una y otra vez que Florence Cassez, la secuestradora francesa, fue liberada sin haber sido declarada inocente, son discípulos de Felipe Calderón, el presidente que se dedicó durante seis años a exhibir y a condenar en los medios de comunicación a los hombres a los que apresaba.
Esa es la lamentable herencia del gobierno de Felipe Calderón. Fue incapaz de fortificar al Estado -no digo la estructura de la represión centralizada, sino el órgano que aplica la ley sujetándose a ella. Pero además, cultivó en la sociedad mexicana un discurso pernicioso y primitivo, incompatible con los elementales valores democráticos. Sed de venganza y desprecio de la ley.
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