La política jamás se entuba herméticamente en instituciones. Alguna, la que llamamos moderna, aspira a canalizarse en ductos predecibles, tranquilos y eficaces, pero el sueño de una política exclusivamente institucional es eso: fantasía. Circundando la política civilizada de reglas e institutos, aparece más o menos frecuentemente, con mayor o menor rudeza, la política agreste. Aquí y en Suiza existe política tranquila y política brusca; instituida y salvaje. Pero aquí esas políticas se disputan el núcleo del poder y, en muchos terrenos, la política de las reglas parece doblegarse ante la política de la agresión.
La política silvestre de la intimidación y la violencia aprendió rápidamente a explotar (valga la palabra) las debilidades de nuestra política institucional. Tiene ventajas: no duda de su título, encuentra respaldos públicos con facilidad, enfrenta un adversario indeciso y confundido. La política del machete, la ocupación violenta y la piedra al vidrio se planta orgullosa, mientras la política de las leyes se avergüenza de su sitio. Por acá la muchedumbre (que a veces se integra con diez vehementes) entrega un certificado de legitimidad automática. Ninguna movilización habla por su trozo de país sino por todos, por la historia y por el futuro.
El nuevo gobierno sorprendió a muchos al escapar del bloqueo que había marcado la política mexicana en los últimos quince años. Una coalición imprevista se convirtió en palanca para el reformismo. Tonificado por esa alianza, el gobierno ha podido encarar poderes privados y sindicales que se creían invencibles. El resultado es, en lo esencial, positivo: una reafirmación del Estado como plataforma del interés común, a través de las instituciones democráticas. En esa dimensión de la política se instala la novedad alentadora: diálogo motriz. Más aún, se muestra ahí una notable capacidad para superar crisis. No deberíamos pasar por alto la maduración institucional de la democracia mexicana. En las últimas décadas el país ha transformado sustancialmente la dinámica del poder. En unos cuantos años pasamos de la concentración a la dispersión, del monopolio a la competencia. Esa democracia joven ha encarado desafíos extraordinarios y ha sabido encararlos, con torpeza quizá, pero a fin de cuentas solventemente. El nuevo régimen ha generado mil problemas pero, ¿puede negarse que camina? En estos últimos días, por ejemplo, se ha visto esta capacidad de la política institucional para, primero, advertir crisis y para resolverla, después.
Quienes vimos en el Pacto por México una preocupante abdicación de las responsabilidades opositoras en nombre del consenso, debemos reconocer que la alianza también fortaleció a las oposiciones, en su papel de oposiciones. La amenaza de salida es una poderosa carta en sus manos. El Partido Acción Nacional jugó inteligentemente con esa ficha y provocó una reconsideración del Gobierno federal que, en un principio, había desestimado acusaciones serias. Hablo de esto porque ilustra la relativa ventura de la pista institucional mexicana. Hablo de esto porque muestra con claridad el contraste con la otra política: la política de la provocación, de la abierta ilegalidad. En ese frente parece que hemos avanzado muy poco. No ha perdido terreno, no la han desamparado sus incondicionales, no ha encontrado un freno firme en la política institucional. Nuestra política ha aprendido a lidiar con los poderes fácticos, pero no tiene idea de cómo lidiar con la poderes indómitos.
La Universidad Nacional es agredida y encuentra la pasividad del Estado para enfrentar a los violentos que privatizan sus espacios. La comunidad universitaria se indigna por doble cuenta: el abuso y la inacción. El rector Narro ha hecho lo correcto. Ha sostenido que no puede haber diálogo con los violentos que se han apoderado de la rectoría armados con palos y tubos. También ha presentado una denuncia ante la Procuraduría por los delitos cometidos. Corresponde al gobierno federal actuar ya para restablecer la normalidad. El empleo de la fuerza pública-por supuesto, a través de la ley y con absoluto respeto por los derechos de los otros -es responsabilidad exclusiva del Estado. Sin su intervención la política de los violentos termina imponiéndose. Pero los días pasan y el secuestro de la rectoría sigue impune. Si un diminuto grupo de intimidadores es capaz de imponerse sobre miles es porque el Estado mexicano no ha sabido encarar con entereza a la otra política y ponerle un freno.
A lo largo del país, la política cruda y tosca desafía al Estado mexicano. Con la cara tapada, bloquea carreteras, exige impuestos, vandaliza edificios, rompe vidrios, quema papeles, secuestra espacios comunes. No pide diálogo, exige sumisión. Mientras tanto, el poder público observa y concede que ésa sea nuestra ley.
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