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La ventana encendida

JUAN VILLORO

En una ocasión, Emilio Carballido me invitó a su estudio en el tercer piso de su casa en San Pedro de los Pinos. Me mostró el escritorio donde un gato mejoraba un manuscrito con sus huellas y luego señaló en dirección a la ventana: "Allá enfrente vive Vicente Leñero", dijo: "escribo tanto porque sólo me detengo cuando él apaga la luz".

Aquella luz en la casa de su singular vecino era el mejor estímulo para trabajar. La anécdota me recordó la ventana de Flaubert en Rouen. La noche entera, el autor de Madame Bovary mantenía su lámpara encendida, y servía de señal de orientación a quienes salían de madrugada a cazar o pescar.

La idea de un escritor que trabaja todo el tiempo no es muy popular en el mundo latino, que prefiere otro arquetipo para el artista: el bohemio sacrificio de quien arde en su propia luz y se entrega al silencio o al alcohol. Más de una vez he oído un elogio que sería atinado si la literatura fuera una rama del budismo: "Es tan bueno que ya no escribe".

El artista que vive en dichoso olvido de sí mismo goza de peculiar reputación. En un ámbito que confunde la inactividad con un estado de gracia, Vicente Leñero no ha dado reposo a su máquina de escribir. En alguna ocasión, Miguel Ángel Granados Chapa lo comparó con un benedictino, convencido de que "laborar es orar". Lo cierto es que el autor de Redil de ovejas ha creado un corpus digno de un colectivo de escritores. Además, no ha dejado de participar en la cosa pública, según prueba su columna en Revista de la Universidad, animado anecdotario de su trato con gente del cine, el teatro, los medios, la política y la literatura.

Católico rebelde, Leñero ha ejercido su fe en un país oficialmente jacobino, intelectualmente agnóstico y secretamente guadalupano. Lo ha hecho sin alardes extraliterarios, enriqueciendo su literatura con hondas reflexiones morales. Su obra de teatro Pueblo rechazado se ocupa de la relación entre un grupo de sacerdotes y el psicoanálisis, y las novelas El evangelio de Lucas Gavilán y Los albañiles actualizan la pasión de Cristo.

Interesado en la vida de los otros, escribió un revelador estudio sobre la relación de Ibargüengoitia con el teatro (Los pasos de Jorge), y adaptó al teatro Las noches blancas de San Petersburgo, de Dostoievski, con la misma brillantez con que adaptó al cine El crimen del padre Amaro, de Eça de Queirós.

En su condición de dramaturgo, ha logrado que el calvario de mudarse se convirtiera en un fabuloso drama en tiempo real (La mudanza) y ha revelado que las principales caídas de los deportistas no ocurren en la cancha sino en la vida privada (Los perdedores).

Maestro del periodismo, es autor de las novelas testimoniales Asesinato, La gota de agua y Los periodistas, y de un sinfín de crónicas sobre la Zona Rosa, el subcomandante Marcos, Raquel Welch y el irresistible infierno de vivir del teatro.

Las búsquedas formales no han sido ajenas a su trayectoria. En El garabato y en Estudio Q, despliega un juego de espejos metaliterarios (el tema cardinal de esas novelas es la forma en que se escribe la ficción), y en La vida que se va, explora las diversas posibilidades de contar una misma historia.

Sus libros más recientes, Gente así y Más gente así, mezclan con tal destreza la realidad y la ficción que una entrevista imaginaria con Graham Greene se convierte en un prodigio verosímil y la cotidianidad del cardenal Posadas se recrea como si el autor fuera un prelado que desayuna a diario con el protagonista.

En 1977 Augusto Monterroso tuvo la generosidad de proponerle a la editorial Joaquín Mortiz mi primer libro, La noche navegable. Joaquín Díez-Canedo, dueño de la empresa, aceptó con parca aquiescencia y me sometió a un ejercicio espiritual digno de un título de Villiers de l'isle Adam: "La tortura de la esperanza". Durante tres años aguardé el turno de entrar a prensa. A veces visitaba mi manuscrito como si fuera un pariente preso, y le hacía un cambio. Cuando ya llegaba mi hora, Díez-Canedo publicó un libro de enorme éxito: Los periodistas, de Vicente Leñero, que narraba el golpe a Excélsior orquestado por el presidente Echeverría. Díez-Canedo me condujo a su bodega y dijo: "¿Ve usted esos rollos de papel? ¡Los tengo que usar para Los periodistas! ¡Me he convertido en reimpresor, no puedo sacar nada nuevo!". Durante meses, la pasión con que la gente leía a Leñero impidió que saliera el libro de un desconocido.

El 24 de octubre de 1980 tembló en la Ciudad de México. Díez-Canedo llamó para decirme: "A consecuencia del temblor, salió su libro".

El verdadero ejercicio espiritual no fue entender que publicar es cuestión de paciencia, sino saber que yo venía después de Vicente Leñero.

De vez en cuando, Leñero se despide de un género, pero sólo lo hace para cultivar otro. Ha cumplido 80 años fecundos. Su ventana está encendida.

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