Un recuerdo de mi primera infancia fue cuando salí premiado con una vajilla de cristal azul en una tómbola. "¡Qué buena suerte la del niño!", dijeron mis padres. Y desde entonces compraron a mi nombre boletos para toda clase de rifas y sorteos. Nunca más volví a ganar un premio; ni siquiera un reintegro de la lotería.
No soy un entusiasta de lo que muchas personas llaman la buena o mala suerte. En mi larga existencia no he tenido la desgracia de lamentar sólo hechos infortunados, y eso empareja mi cuenta con la vida. Sin el afán de ponerme filosófico, creo firmemente en el trabajo personal y en que cada quien logra en la vida lo que se propone, si lo busca con buena fe y suficiente empeño. Por otra parte, respeto a quienes creen en su suerte, positiva o negativa.
No compro boletos de lotería y muy eventualmente adquiero cupones para sorteos de cualquier clase, pero hay ocasiones en que no puedo negarme a cooperar para distintas causas filantrópicas o de servicio educativo. Sin embargo, esta buena voluntad es cada vez más difícil de concretar: el costo del boleto de cualquier rifa versus las posibilidades ultradecimales de obtener algún premio, aunque sólo le tire a ganarme uno de los 250 pianos de tres patas (léase metate), lo ponen a uno a pensar en cómo la ley de probabilidades se torna demasiado rígida; ergo: se baja el cero y no contiene.
Además, las rifas nos asaltan a la vuelta de la esquina con una frecuencia insoportable y muchas veces irritable. Casas, automóviles, viajes, tiempos compartidos, relojes, pulseras, anillos, terrenos, acciones de clubes deportivos, cámaras, tabletas electrónicas, y todo lo que está dentro del comercio legítimo puede constituirse en un atractivo estímulo a participar.
Ahora, no todas las rifas son legales: será por la situación económica, el desempleo o cualquiera otra razón que escapa a nuestro conocimiento, pero lo cierto es que persisten los sorteos y las loterías sin autorización, por lo que es preferible cuidarse, pues se corre el riesgo de no volver a ver el dinero, el objeto sorteado y, desde luego, al organizador del sorteo.
En las crisis económicas hay, además, una predisposición natural a esperarlo todo de la buena suerte: quienes tienen dinero lo arriesgan con la falsa ilusión de tener más; quienes no lo tienen piden prestado, empeñan sus bienes y hasta caminan por el peligroso perfil de los fraudes y abusos de confianza, creyendo que un golpe de suerte los hará ricos de un día para otro. Vanos sueños que se vuelven deprimentes realidades.
Yo no creo en la suerte, pero a veces los hechos me hacen titubear: ayer me encontré un billete de cien pesos tirado en la banqueta; al agacharme a recogerlo, mis lentes llegaron más rápido al concreto que mi mano al billete y los cristales se rompieron. ¿El daño? Cinco mil pesos. ¿Fue buena o mala suerte?