La elección de un nuevo Papa en la Iglesia Católica, genera expectativas en un mundo ansioso de novedades, lo que plantea como alternativa, la continuidad o la ruptura.
El Concilio Vaticano II, que cumple cincuenta años en el presente Año de la Fe, se vio rebasado por un posconcilio bajo la influencia de los poderes del mundo, que con el pretexto de rescatar un supuesto "espíritu del concilio", ha impulsado una ruptura doctrinal que contradice el texto expreso de los propios documentos conciliares y como consecuencia, con la Sagrada Escritura y su interpretación a la luz del Magisterio de la Iglesia.
Se da por supuesto que la Iglesia debe ponerse al día para enfrentar los retos que plantea el mundo moderno, el tema es si lo hará en continuidad o en contradicción con la esencia fundacional dada por Jesucristo, Dios y Señor de los cristianos.
El reto de impulsar esa renovación bajo una línea de congruencia con la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, fue asumido en equipo por Juan Pablo II y Benedicto XVI, como autores del Código de Derecho Canónico (1983) que restaura la disciplina vulnerada por la turbulencia que siguió al Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica (1992), que confirma la doctrina emanada de la Escritura, interpretada por los Papas y los Concilios de los primeros dos mil años de la Iglesia.
El camino de la renovación en la continuidad con la tradición lo traza Juan Pablo en la carta Centesimus Annus (1991), citando la parábola que compara al Reino de Dios, con el padre de familia que "saca de su tesoro cosas viejas y nuevas", (Mateo 13, 52). En su encíclica, el Papa Polaco confirma la doctrina social de la Rerum Novarum de León XIII, basada en el respeto a los derechos humanos y la búsqueda del bien común, por medio de la solidaridad, en especial con los más pobres, y el principio de subsidiariedad, que equilibra las relaciones entre individuo, sociedad y estado. La Carta ratifica la condena al marxismo y al racionalismo; marca distancia con el capitalismo del que condena su materialismo consumista y su inequidad, e impone una exigencia ética a la democracia de partidos, cuyo valor hace depender Juan Pablo del respeto que en la práctica guarde el sistema a la dignidad de la persona humana, y a su compromiso concreto con la verdad y la justicia.
Después vendría la encíclica Fides et Ratio (1998), en la que Juan Pablo ratifica la filosofía aristotélico tomista como esencial para la formación de sacerdotes y laicos, y reconoce compatibles la Fe y la Razón, como "las dos alas con las que el espíritu humano se remonta al conocimiento de Dios".
La carta Pastores DaboVobis sobre la formación de los sacerdotes (2002), rescata la dignidad del Sacerdote Católico que no es un trabajador social, sino un instrumento por medio del cual, Cristo en persona derrama bienes sobrenaturales sobre el pueblo de Dios; en la Encíclica El Señor Jesús (2000), Juan Pablo reivindica a la Iglesia Católica como depositaria de la Verdadera Fe; y en la Sacramentum Caritatis o Sacramento del Amor (2007), Benedicto XVI confirma la esencia tradicional de la Eucaristía, con lo que abrió la puerta a la reconciliación de los obispos lefevristas.
A despecho de la incomprensión de los extremos conservadores y modernistas, los documentos mencionados son algunos de los muchos esfuerzos de los dos últimos Papas, para renovar a la Iglesia en continuidad con su piedra angular que es Cristo y con la Tradición y el Magisterio.
La misión de la Iglesia es la de construir el Reino de Dios en medio de los reinos de este mundo. La designación del Papa Francisco renueva la Esperanza, al tiempo que los poderes terrenales lo tientan como el demonio tentó a Cristo en el desierto cuaresmal (Mateo 4, 3-10), para que el nuevo Papa actúe como superestrella populista que convierta las piedras en panes, se lance al vacío del relativismo en materia de Fe y costumbres, o se extravíe en busca del poder político.
