Siglo Nuevo

Lectura y locura

El aprendiz de escritor

Lectura y locura

Lectura y locura

Iván Hernández

El espíritu es un globo terráqueo; la superficie de sus regiones habitables, lista para el arado, brilla de un modo uniforme; tiene montañas significando las alturas que podemos alcanzar, y sus nubes son una invitación permanente a convertirnos en pájaros.

Las noches del espíritu nos muestran el espectáculo de una bóveda infinita, el universo creado más allá de su propia conciencia. Las horas de luz representan la acción, el trabajo aplicado, la tarea primigenia de conocer y conceptualizar lo que nos rodea.

Una franja del espíritu pertenece a la memoria, el rompecabezas de los fantasmas personales, campo de tumbas abiertas donde yace la descomposición de los días, restos palpables, polvo enamorado. Otra extensión de tierra constituye el feudo de la razón. Sus provincias principales son la deducción, la inducción, la inferencia, procesos cognitivos que sustituyen a los juegos de la infancia. Memoria y razón, superficies limitadas, puertos seguros rodeados de vastos océanos cuya insondable profundidad nos asusta a tal grado que preferimos construir barcazas para flotar por encima de su nivel, antes que zambullirnos en sus aguas.

Del mismo modo, sabemos que el espíritu tiene un centro, pero no somos capaces de afrontar el trabajo. El centro del globo espiritual está rodeado por diversas capas de materiales y en esos estratos se forman cavidades que almacenan dos sustancias capitales y no renovables: la imaginación y la voluntad. La imaginación es líquido claro y bondadoso, lo que también quiere decir fecundo, elemento cuya influencia llega a la superficie y al entrar en contacto con cualquier semilla produce flora y fauna, por mencionar dos ejemplos innumerables.

La voluntad es negro combustible, gruesos conductos lo conducen hasta la cima de una torre de excavación con destino a los hornos diseñados para extraer su energía. Una vez depositado en la base de los cuartos de calderas, sus manifestaciones principales son el humo y las cenizas que escapan de largas chimeneas anunciando, como campanas oscilantes, por un lado, progreso, y por el otro, destrucción.

Llegados a este punto, dejemos de lado la descripción terráquea del espíritu y ocupémonos del proceso creativo, pues hemos dado con las piedras angulares que sostienen las obras del creador, las zarzas ardientes que inauguran el camino del profeta, a partir de ahí todo será edificar y predicar.

La imaginación es el grillete que nos mantiene largo rato, ya sea sentados o de pie, contemplando aquellas obras que conmueven, estremecen o reconstruyen nuestro entendimiento a fuerza de abofetearnos el alma con sus dones.

La segunda es la capacidad para idear un mundo aparte y poblarlo, pero no con piedras corrientes y animales obtusos, sino con entidades dotadas de una singularidad extraordinaria (el mineral valioso en su escasez o en su capacidad de producir calor; el cuadrúpedo hábil en la obtención de su alimento y a su vez proveedor de sangre caliente para otras especies), conceptos partidarios de la precisión y de los límites.

“Será para mí como un dios quien pueda dividir y definir rectamente” decía Platón. La tarea de crear universos tangibles como la percepción, infinitos como la conjetura, requiere deíficas cantidades de imaginación y voluntad. No estamos hechos para la eternidad, pero la mezcla de esas dos facultades da pie a lugares comunes como el David de Miguel Ángel, La Divina Comedia de Dante, Los Zapatos Viejos de Van Gogh, la Quinta Sinfonía de Beethoven, moldes perfectos, irrepetibles.

Los practicantes de tal o cual arte, tarde que temprano ponen la mira en superar lo precedente, anhelan un lugar dentro del escaparate de los grandes creadores; sin embargo, no tardan en darse cuenta de que adjetivos como ingenuo y desproporcionado calzan muy bien con su propósito.

Imaginemos que hacer literatura es recorrer una brecha nevada que conduce a la cima de una montaña mágica. Esa brecha ha sido recorrida infinidad de veces por un número también indefinido de alpinistas, algunos de ellos auténticos colosos que han dejado sus huellas como indicando la ruta a seguir. Los que empezamos a hollar la brecha somos como niños que juegan a llenar los zapatos de Pie Grande.

Vamos dejando sobre el sendero blanco pisadas ligeras, torpes, desorientadas, que incluso vuelven sobre sus pasos al darse cuenta de que el viento más suave las borra fácilmente. Conforme logramos avanzar, nuestras huellas van ganando peso y longitud, adquirimos de a poco la experiencia del rastreador, aprendemos a reconocer las pisadas duraderas distinguiendo su contorno y profundidad con la esperanza de que un día nuestra marca sea tan honda y expansiva como la de aquellos colosos que nos precedieron.

El peor enemigo del aprendiz de escritor no es ni la pobreza de recursos, ni el bloqueo mental ni la carestía de cigarros. En la competencia por la estatuilla para el mejor villano el escepticismo lleva todas las de ganar. Ese descreer en lo que uno hace y deshace, el martilleo de la duda en cada letra, sílaba, palabra, puntos y comas sin otro respaldo que el propio aliento, el propio aliento que acarrea el tufo malhechor de un ritmo irregular, un ritmo irregular que se vale de chapuzas literarias, llámense licencias, llámense figuras, para infundir en el texto vida artificial, vida artificial que aparece en nuestra cotidianidad como los «golems», sólo que en vez de hechicería es técnica, técnica de los ritmos, preceptiva literaria, la que anima y mueve esa creación sin alma, no el misticismo de la perspectiva poética, auténtica ciencia de la vida entendida como asociación de carne y espíritu, la voz de dios y la voz del diablo soplando la copa del árbol del conocimiento, uno para tirar los frutos y acelerar su muerte, el otro, para esparcir la semilla en todas direcciones.

Hoy día, sigo escalando la montaña mágica del quehacer literario. En el camino me he detenido muchas veces a contemplar las huellas de colosos como Hesse, Dante, Borges, Shakespeare, Neruda, Dostoievski, Sabato, Vargas Llosa, tantos, tantos y a la vez tan pocos. Cuando empecé a escalar formaba parte de una expedición integrada por cuatro boy scouts. Pensaba que ese grupo unido con el pegamento de la amistad y el gusto por la poesía era indivisible. La vida se encargó de corregirme.

Ahora soy el único que persiste en sus afanes. La cima está lejana, comienzo a sospechar que la existencia de cualquier cima no es otra cosa que una fantástica mentira, un cuento para hipnotizar a niños crédulos y mantenerlos callados durante un viaje en tren.

Avanzo, creo avanzar, creo que sigo ascendiendo, confío mi destino a la voluntad, palanca intangible que puesta sobre la base de la imaginación pretende mover, o en este caso escalar, una piedra inverosímil, una montaña mágica. De cuando en cuando, encuentro un rastro y eso me anima. La última huella perceptible, tan honda y prematura como su muerte por insuficiencia hepática dice: “Roberto Bolaño was here”.

Apenas ayer recogí el campamento tendido alrededor de sus detectives salvajes. No sin angustia, retomo el paso. Entre todas las ideas que retumban en mi cabeza amoratada, distingo una pregunta del buen Jaime, “¿Por qué escribes?”. Una voz pequeñita, distinta a la mía -¿o es la mía?, ¿soy yo éste que desconfía del yo y del mío?, no lo sé- pero la voz diminuta responde: “Escribo porque leo, no encuentro, ni busco, ni quiero otra respuesta”.

Correo-e: bernantez@hotmail.com

Leer más de Siglo Nuevo

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de Siglo Nuevo

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Lectura y locura

Clasificados

ID: 914965

elsiglo.mx