De puntitas, suavemente, pero con toda puntualidad llegó el verano, y con él, la obligatoriedad de vacacionar. Nunca antes hubo tanta oferta. Imposible desaprovechar las fabulosas promociones de seis meses sin intereses para pagar viajes perfectamente organizados con ilimitadas opciones de diversión y hasta romance incluido (si usted consigue la pareja). Ya no hay pretexto para quedarse uno en casa. Quien más quien menos empaca sus artilugios y se los lleva de vacaciones: el teléfono celular, el "Ipad", la computadora, Ipod para que la música nos acompañe, para seguir conectados. Para que la distancia no interrumpa el flujo constante de información, para mantenernos al tanto del último chiste, del chisme caliente. De la foto que nos acerca a los amigos. Cualquier nimiedad es pretexto para hablar o montar mensajes y fotos en Facebook: mostrar la sonrisota, el brindis, el ombligo en la paya o la foto obligada en la nieve con los esquíes puestos. Que todos sepan cuanto nos estamos divirtiendo en Disney, en Las Vegas o en Cancún. Lo bien que lo pasamos entre las omnipresentes pantallas encendidas en hoteles, bares y restaurantes para mantener bajo control el horror al vacío, al silencio, a estar con nosotros mismos y descubrir que no somos tan divertidos.
Si tenemos la suerte de vacacionar en familia, la pantalla es fundamental para realizar el complicado malabarismo de armonizar el mundo nieto con el mundo abuelo; y antes de que la exhaustiva convivencia se convierta en un infiernito familiar, un juego de futbol o una buena película pueden mantenernos unidos al derredor de la tele. Los jóvenes se escapan por el teléfono y los adultos exploramos el bien-estar en los diferentes bares del hotel, al fin que es all-incusive. La ingeniería del turismo lo ha previsto todo para que no tengamos que pensar ni improvisar.
No hay sorpresas, hasta el abundante bufet que ofrecen los hoteles es del todo previsible. Antes de salir sabemos hasta el clima que nos tocará, porque ahora la computadora nos permite saber con muy poco margen de equivocación, cuántos grados de calor hay por la noche en Tombuctú. ¿Y si nos desconectáramos? ¿Si aprovecháramos estos días para desintoxicarnos de la tecnología? Sólo una semana sin teléfono digital y sin audífonos. ¿Y si nos atreviéramos a desafanarnos del mundo para viajar alrededor de nosotros mismos aunque corramos el riesgo de volver de mal humor? ¿No sería acaso una vacación desintoxicante dejar en casa los artilugios y disponernos a aceptar la incertidumbre de separarnos de lo conocido para entrar en lo desconocido?
A dejar en casa los prejuicios y salir dispuestos a la aventura, al cambio, a darle rienda suelta a la curiosidad. A olvidarnos de la pizza y probar un filete de iguana o unos tacos de chito (carne seca de burro). A bajar la velocidad de vértigo que nos imponen los artilugios para probar el silencio y tal vez un poco de soledad, imprescindible para mantener la armonía interior y restaurar el espíritu maltrecho. Soledad y silencio para poner en orden los pensamientos y recuperar nuestra esencia. Para crear, para rezar, para meditar sobre las musarañas. A dejar de lado la obligación de divertirnos y la inaplazable necesidad de acción. Para echarnos en la arena con la neurona en blanco acompañados tal vez de algún libro que nos provoque la reflexión; y ver qué pasa.
Está probado que nada hay más creativo que el ocio aunque incluya el aburrimiento al que tanto tememos. "Me gusta el vino tanto como las flores/ el pan casero y la voz de Dolores/ y el mar mojándome los pies/ No soy de aquí ni soy de allá/ no tengo edad ni porvenir/ y ser feliz es mi color de identidad/ cantaba el trotamundos Facundo Cabral, y sus canciones siempre despiertan en mí el deseo de viajar por el mundo sin mapa ni rumbo. De correr al aeropuerto cualquier tarde para tomar el primer avión que salga y aterrizar por ejemplo en el aeropuerto de Afganistán para ver qué pasa: aquí sin mí, y allá conmigo. Pero son sólo fantasías, la pura frustración porque mis niños y los niños de mis niños se han ido por el mundo y yo estoy aquí atrapada y sin la pata quebrada. Puedo caminar y correr, pero no voy a ninguna parte ni tomo ningún riesgo. Me limito a dar consejos sin siquiera mojarme los pies. Resulta que mi Querubín está chípil. Cerró, liquidó, indemnizó. Se las vio negras para enterrar dignamente el negocio que le dio quehacer y sentido a su vida durante los últimos cincuenta años; y ahora no sabe qué hacer con tanto ocio por delante. Yo le canto y le bailo, pero él, sólo acepta tener relaciones con la tele que según yo, es la forma de suicidarse uno con un mínimo de esfuerzo. Es dejar que los días pasen uno tras otro sin pensar en nosotros ni en los días. Menos mal que nada es para siempre, y no tengo duda de que esto también pasará.
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