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Llueve

ADELA CELORIO

Como todos los veranos, en esta capital llueve a cubetazos. Por supuesto el agua se ensaña con el peatón que debe sortear alcantarillas como fuentes brotantes y chacualear entre los autos porque no hay para dónde hacerse, ya que esta ciudad está diseñada como si sólo hubiera automovilistas. No se necesita ser un genio para anticipar el diluvio que viene cuando las mañanas son grises y están tachonadas de nubarrones. Todos se previenen menos yo, a quien siempre sorprende el cubetazo sin paraguas ni gabardina. Yo no es por presumir, pero a mí, que tengo en el clóset tres paraguas y dos gabardinas; me anegan los torrentes veraniegos sin más protección que mi mano como visera. -"Yo paso por ti para ir al desayuno y después te regresas en un taxi", me había ofrecido una amiga. Ataviada con mis mejores trapitos y estrenando unas zapatillas divinas, agradecí no tener que manejar. Todo estuvo bien hasta que después del desayuno salí del festejo a buscar el inexistente taxi. Y ahí andaba yo en pleno diluvio saltando de un charco a otro con mis zapatillas de altísimo tacón. Ante mi incapacidad de chiflar alto y potente como sólo puede hacerlo mi querida MO cuando necesitamos conseguir un taxi, cada vez que pasaba alguno desocupado me lo ganaban los que sí chiflan. Ya ni correr es bueno -pensé- y me apretujé entre los muchos que intentaban guarecerse bajo el toldo de un puesto callejero de quesadillas. Y ahí estaba yo hecha un charco, sin gabardina, sin paraguas y sin kleenex, provocando con mis estornudos el repudio de la gente que almorzaba. ¡Maldición!, y sin siquiera un jodido vocho que aceptara llevarme a casa. ¿Cómo es posible que a mi amiga Chulanga le guste caminar bajo la lluvia con los pezones enhiestos y el pelo goteando sugestivamente sobre la cara, porque según nos dice, la lluvia la erotiza?, pensaba yo protegiendo la bolsa contra mis pechos -que sin ser frondosos ni sentirse seductores en aquel dramático trance, al menos eran míos (hay momentos en la vida en que uno tiene tan poco que cualquier cosita cuenta). En una de esas vi un taxi parar frente al edificio de la esquina y con sólo la protección de mi mano visera, en medio del rabioso torrencial corrí hacia allá. Con la soltura de quien acaba de salir de una alberca, me paré junto a la puerta del taxi en espera de que bajara el pasajero que traía (que por cierto tardaba una eternidad bajando sus bultos) para ocuparlo yo. Y ahí me planté, cuando de pronto vi que un hombre que se acercaba peligrosamente a mi taxi. ¡Es mío!, ¡es mío!, ladré aferrada a la portezuela. Aterrado ante mi fiereza y el amenazante aspecto que me daban el rímel corrido y la nariz chorreante, estiró el brazo y mostrándome las llaves de su auto se dirigió al estacionamiento de enfrente sin siquiera ofrecerme un aventón el muy ca… Finalmente, después de depositar algunos bultos en la acera, el pasajero de MI taxi, me dijo: -disculpe señora, no lo voy a dejar, sólo estoy descargando y me vuelvo a ir. Eso dijo y yo lo odié. Como lo dijo lo hizo, y yo, sobre mis zapatillas que ya para entonces habían perdido todo el glamur, seguí chacualeando de aquí para allá. Bajo la rabiosa tormenta estiraba el cuello y me desgastaba inútilmente haciendo toda clase de señales porque allá, un poco más lejos, unos perversos se aperraban los pocos taxis que pasaban desocupados. Derrotada regresé al toldo de las quesadillas para resguardarme entre los secos que para entonces reprimían con dificultad la risa. Susceptible como estaba, no sé por qué se me ocurrió que se reían de mí. Tardíamente se me ocurrió pedir un taxi desde mi teléfono celular, y cuando el chofer me preguntó en qué calle debía recogerme, tuve que navegar de nuevo hasta la esquina para buscar los letreros porque ninguno de los secos supo decirme dónde estábamos. Pero ya se sabe que cuando las cosas van mal todavía pueden empeorar. Cuando apareció el taxi que había pedido, al mirarme, el chofer me dijo con cierto desprecio: -"sólo porque ya vine hasta acá, pero yo no subo a la gente como usted porque me arruinan el coche". Ahora en la cama y con la seguridad que me da la proximidad de una caja de kleenex y el humeante té de canela con su chorretón de ron; empiezo a reconciliarme con la vida, aunque le confieso pacientísimo lector, que en este momento me llueve sobre mojado y cuando me llueve así, me ahogan mis ausencias, me anegan las nostalgias, me inundan mis lágrimas. ¡Aaachú! Y aprovecho el espacio que me queda para corregir el error garrafal que me señaló un amable lector con respecto a mi nota del pasado sábado. Resulta que la alcaldesa de Monterrey, esa que anda de dadivosa entregando a Dios Nuestro Señor las llaves de la ciudad que ni son suyas, se llama Margarita Arellanes y no Alicia Arellano. ¿De dónde habré sacado yo ese nombre?

adelace2@prodigy.net.mx

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