Cuando la civilidad, la política y el derecho son excepción, la impunidad, la corrupción y la pusilanimidad son norma y, en estos días, maestros y grandes concesionarios insisten en echar mano de los disvalores como regla del juego donde están insertos. Ambos confían en que, a partir del ejercicio de esa regla que tan buenos dividendos les deja, el gobierno se doblegue, ceda a su presión o reduzca el calado de las reformas planteadas y, si no, les tire un salvavidas o les ofrezca un paracaídas. A esos maestros y concesionarios les importa conservar sus privilegios, no emparejar el terreno donde interactúan con el Estado.
Así, entre bloqueos y caricias, entre demandas incumplibles y jugosos patrocinios, entre apretar y aflojar el músculo -anulando, desde luego, al cerebro como tal- se deleitan en el ejercicio del amago o el chantaje, tomando como rehén de su concurso a amplias porciones de la sociedad. Ese magisterio y esos concesionarios entienden la política como un oficio troglodita o como una mercadería sujeta a compraventa, como el arte de tensar y torcer músculos, tendones y ligamentos sin ánimo de reventar ninguno pero, llegado el caso, ansiando que sea el del otro y no el de uno o, bien, como el arte de seducir a los políticos prometiéndoles formar parte del firmamento del canal de las estrellas.
Unos apelan sin decirlo al uso de la fuerza, otros al poder de seducción o la chequera. Unos disfrazando el uso de la fuerza como legítimo recurso en su lucha, otros ansiando encontrar la vena indicada para llegar al corazón de la ambición de los políticos. Unos y otros aplican los recursos a su alcance en el propósito común de echar abajo las reformas.
Tanta mano se echó del uso exacerbado de la fuerza del Estado para acabar con cualquier sombra de disidencia que, ahora, el tolete se tiene por anticipado como el más acabado símbolo de la represión. Tanto se negó el derecho de audiencia que, ahora, el bloqueo por horas o por días o por meses de una plaza o una autopista se tiene por anticipado como el legítimo recurso para abrir la puerta de esta o aquella oficina pública.
De tal magnitud fue el desencuentro de la clase política y la práctica del ejercicio del no poder desde el gobierno que tirarse en brazos de este o aquel poder fáctico se convirtió en acto de sobrevivencia, a costa del sacrificio de esta o aquella política pública. Tal fue la entrega de la clase política a esos poderosos intereses que, ahora, marcarles el alto resulta un acto de osadía cuya consecuencia aterra a los políticos blandengues o a los políticos de ocasión.
Tan mal se usó la fuerza pública que, ahora, aterra la sola idea de remover un plantón y tan mal se practicó la política que, ahora, emprender cualquier acción exige pactarla en secreto porque abrirla a debate o discusión es condenarla de antemano a su fracaso. Desde esa perspectiva, la reforma de la educación y de las telecomunicaciones -claves para el replanteamiento del desarrollo- trascienden con mucho el campo donde directamente inciden.
Si de suyo es importante desmontar privilegios para edificar derechos, no menos importante es replantear el límite y el horizonte del Estado y reivindicar a la política como ejercicio de negociación, entendimiento y acuerdo, y no como práctica de la extorsión, el chantaje o la compraventa.
En las reformas emprendidas -y el punto donde se encuentran es apenas el de arranque- tan importante es el fin como el medio.
Importa, sí, incidir en el campo de la educación y de las telecomunicaciones, pero no menos recuperar la civilidad, la política y el derecho. Renunciar a las reformas por la puerta de su mediatización para evitar el conflicto y solazarse, de nuevo, en la gloria de conseguir algo, pero no lo necesario, colocaría al país en una situación peor que aquélla donde se encuentra. Doblarse, ahora, sería algo más que eso. Tomada la decisión de emprenderlas no hay vuelta atrás, a menos de que a meses de ocupar el gobierno se declare su fracaso. El nombre del juego, para el peñismo, después de ganar la elección, es conquistar o no el gobierno. No pretender el poder, sino ejercerlo. Salir de la noción de que el destino del presidente de la República es administrar problemas, en vez de resolverlos.
Está en juego no sólo la educación y las telecomunicaciones en el país, está en juego la capacidad del gobierno para fortalecer el Estado de derecho y moverle el piso a la barbarie, criminal o no.
Se entiende, pero no se justifica que los intereses afectados con las reformas intenten boicotearlas, reventarlas, corromperlas o abortarlas. Son contados los gremios y los empresarios poderosos que entienden el bienestar, el equilibrio y el desarrollo social como garantía de sus propios intereses. La mayoría de ellos -y si no la mayoría, sí los más poderosos- encontró, en la fragilidad del Estado, el fortalecimiento y la expansión de sus privilegios, ignorando el agravio cometido contra la sociedad donde se insertan. Es tan comprensible como inaceptable su resistencia.
Se entiende, sin justificar esa actitud de los contrarreformistas pero no la de los supuestos políticos profesionales -léase, por el momento, gobernadores y calderonismo residual- que, sin querer o adrede, se ponen al servicio de ellos. Algunos de éstos le apuestan al fracaso de las reformas porque siempre han encontrado ganancias en el cascajo o la pepena o, al menos, condiciones de sobrevivencia. Otros no acaban de digerir su derrota y, en su miopía, su meta es la revancha, el control del partido o la próxima elección en tal estado o municipio. Y a algunos más los angustia terriblemente ser oposición y no oponerse a todo.
Se entiende a quienes por interés impulsan la contrarreforma, no a los políticos que, sin temor al ridículo, los apoyan creyendo que, con ellos, van a sobrevivir.
Es claro que si el gobierno y las direcciones partidistas se sostienen en la decisión de impulsar y llevar a puerto las reformas emprendidas, vienen sacudidas fuertes y negociaciones complejas, escandalosas o sordas. Sin embargo, ni las sacudidas ni las negociaciones ni la reglamentación meticulosa de ellas deben pervertir su sentido, ni convertirlas en el punto de fuga para dejar las cosas como están. No deben, porque la contrarreforma no dejaría las cosas como están, las dejaría peor y, entonces, obligado sería elevar a rango constitucional la impunidad, la corrupción y la pusilanimidad.
sobreaviso12@gmail.com